"Todo lo interesante ocurre en la sombra, no cabe duda. No se sabe nada de la historia auténtica de los hombres."

Louis-Ferdinand Céline, Viaje al fin de la noche.



14 de julio de 2017

El ejemplar índico


(Malick Sidibe)


Lourenço Mocuba, esbelto ejemplar de la costa índica, se despertó ya avanzada la mañana pensando en las dos mujeres. No sabía muy bien si se sentía pesaroso o eufórico. Ni con cual de las mujeres con las que creía haber soñado se adecuaba un estado u otro de su ánimo.

Se contempló un rato en el barroco espejo superpuesto en la jofaina. Hizo una gimnasia de hombros varias veces y observó su dentadura alba, impecable. Qué gran invento el espejo, pensó, puedes verte tal cual eres o puedes engañarte como te parece que eres, depende de como quieras mirarte. Gesticuló mordisqueando los labios, grandes y pulposos, hizo guiños con los ojos aún somnolientos, se miró la lengua, pastosa, percibiendo un sabor acre. Luego, aún confuso y atolondrado taponó el agujero de la vasija, vació un generoso chorro de agua hasta cubrir buena parte de la superficie y sumergió media cabeza mientras contenía la respiración. Es bueno evitar la oxigenación durante unos minutos para poner orden en los pensamientos, justificó su acto. Mientras no respiro toda mi mente se detiene y pone orden a la memoria de lo acontecido antes. Cuando no pudo aguantar más el ritual purificador alzó su rostro violentamente, sacudió la cabeza mojando ampliamente el suelo embaldosado y se secó despacio con una toalla desgastada. Es sorprendente, siguió hablando consigo mismo. Apenas me acabo de levantar y ya voy olvidando los sueños. ¿O no he soñado lo que he vivido? ¿O he vivido tan intensamente algo que me desconcierta y que me cuesta aceptar?

Así, dudando de la veracidad de las imágenes que aún fluían alocadamente dentro de él, se vistió no obstante con parsimonia y cuidado. Escogió uno de los trajes más elegantes de su repertorio, embetunó  con esmero sus zapatos de paseo y salió a la calle. El café La Negra Beira estaba a tres manzanas. Acudía cada mediodía. Antunes le vio llegar. Se dirigió a él. Querrá vuecelencia un tazón de café bien preñado ¿verdad? El blanco Antunes se había quedado de propia voluntad en el país cuando éste dejó de ser colonia. No tenía nada que perder, y era cierto; eso dijo en su momento y eso repetía a los desconocidos. Antunes le tenía cogido el punto a Lourenço Mocuba, le disculpaba su gandulería, le defendía ante otros vecinos del barrio que tenían que salir antes del alba a trabajar. El señor Mocuba es depositario de altas misiones en esta vida, solía decir entre el choteo general de los tertulianos del Beira. ¿Va a salvar el mundo o solo nuestro país?, le respondían entre carcajadas. No, decía Antunes, algo más elemental y cercano. Sabe hacer felices a las mujeres. Antunes, que tenía un conocimiento acertado y riguroso sobre todas las clases y tipologías de café africano que pasaban por la ciudad, estaba bien considerado. Su opinión sobre un tema central como el café le validaba para hacer un juicio sobre cualquier otro tema. Pero a veces la gente no sabía bien si al emitir juicio sobre Mocuba lo hacía en serio o con una ironía especial, prudente cuando Mocuba se hallaba delante. Siempre había algún parroquiano que tirando más del hilo decía: A las mujeres no las hace feliz ni el Gran Bantú. Ojo, que lo de Lourenço es cosa fina, saltaba entonces Antunes. Él tiene sus artes y también sus secretos. Y consigue que ellas sean discretas. Hablando de este modo Antunes protegía al ocioso enamorador y le exculpaba a los ojos de la gente de aquella fama de vividor. Hay que respetar a quien está llamado para designios sublimes, precisaba como colofón.

El elegante ejemplar índico estaba acostumbrado a aquel tipo de comentarios y no se dejaba afectar. Su presencia, siempre bien puesta, dotada de buenas maneras y de un derroche de amabilidades con cualquiera, causaba admiración incluso entre los hombres. Algunos le envidiaban, pero no podían competir. A Lourenço Mocuba le beneficiaba un talante sereno y una predisposición prudente a la hora de hablar. Se ve que estuviste en aquella Universidad, le decían a bulto, por lo que aprendiste. Pero él siempre afirmaba: he aprendido más de la vida que de las aulas. A decir de su vocación de entrega a las mujeres nadie lo ponía en duda. Pero sí, era un hombre informado, dotado de una retórica medida y muy precisa, expuesta con un tono de voz suave pero convincente. Todo ello obraba a su favor, pues si bien podía ser criticado por su forma de vida era a su vez reconocido por el bagaje cultural del que no hacía gala y que empleaba cuando consideraba oportuno. ¿Era esta personalidad lo que atraía especialmente a las mujeres y no solamente la belleza de pura cepa africana que parecía herencia de mezclas y selección de las más depuradas de ellas? ¿Era por aquel monumento de saber y de armonía por lo que las mujeres le reclamaban incluso entre sueños? Lourenço Mocuba se sentía tan seguro en su modestia que no sospechaba que las dos amigas hubieran llegado a crear dentro de sí un mundo propio que iba más lejos que el del resto de los mortales. No sé si estuve ayer contigo o te he soñado, le decía temblorosa Inês dos Praceres Gomes. ¿Has sido tú el de esta noche o mi imaginación me lo hace creer?, le interrogaba ansiosa Margarida Afonso dos Anjos.

En su ámbito de intensa atracción por Lourenço Mocuba ambas mujeres habían diseñado, cada una por su parte, un amante imaginario que trascendía la animalidad humana para ser un endriago. Aquello las salvó de una lucha encarnizada entre ellas y desbordó al ejemplar índico, del que exigían cada vez más en sus encuentros febriles.




7 de julio de 2017

La llamada del monstruo


(Karin Szekessy)



Inês dos Praceres Gomes, que jamás había tenido carencia de un hombre, sintió en una noche cálida la llamada del monstruo.

La temperatura concentrada en exceso dentro de la casa, tanta sequedad que estrangulaba cada ángulo de su cuerpo,  aquella inquietud de quien no sabe adaptar ni su torso ni sus extremidades a la cama, todo ello apostaba por un desasosiego generalizado que inhibía su respiración. Tenía las ventanas abiertas de par en par, la corriente de aire se deslizaba muy tenue y sibilina entre las puertas, y para evitar el resistero heredado del día había reducido al máximo la luz eléctrica. Se perpetraba una oscuridad rayana en el vacío que la confundía más. Extendía brazos y piernas con nerviosismo, para hacer más liviana la pesadez de aquellas horas muertas. Golpeaba sin cesar con sus palmas la llanura del lecho. La sábana, impregnada de la fragante humedad de su cuerpo, le clavaba el relieve de las arrugas transversales que, con los constantes retorcimientos causados por su desazón, había quedado dibujado sobre ella. El colchón parecía hundirse bajo el peso de la mujer. Inês, tan frágil, se sentía gravosa. Dispersaba sobre la almohada sus cabellos profundamente zainos, expandiéndolos con sus dedos delgados, luego giraba su rostro y lo hundía inhalando su propio aroma. Pellizcó la almohada, buscando lejanas identidades de la infancia, y por un instante pensó que se sumergía en un pozo cuya agua era la baba que ella misma generaba. O la saliva de las bocas de los hombres que había catado y la habían dejado siempre insatisfecha. En fin, tan pronto se hacía un ovillo como se dispersaba violentamente pues el calor casi dolía.

La mujer no sabía cómo ponerse. Se levantó, bebió agua, rascó aquellas zonas de sus muslos mordidas por la comezón y a las que irritó más, se abanicó sin orden alguno la superficie de su piel, en un gesto más simbólico que efectivo, intentando que los poros recibieran un frescor que la noche les negaba. Buscó los pequeños objetos de metal que hubiera a su alcance, los alambres trenzados del somier, unos tornillos incrustados en las patas de la cama, el cabecero desgastado, la manilla barroca de la mesilla. En aquellas efímeras sensaciones de frialdad encontraba alivio pero también frustración. Todo era insuficiente. Se desplazó por el cuarto, clavada a las paredes, raspando sus pechos contra el encalado, hiriéndose en un gesto primitivo y más bien desesperado. ¿Era solamente aquel clima denso y ofensivo lo que la zahería hasta incitarla a perder la razón? ¿Había algo más en el ambiente que le ponía en guardia, recordando cuanto le había contado su amiga Margarida? Entonces se ordenó a sí misma: refréscate, cuerpo, dijo de viva voz. Pero no dejaba de secar su sudor continuo, inagotable. Lamía cuantas gotas transpiraban desde sus mejillas. El pelo cada vez más pegajoso. La pelvis le hervía y pensó: hasta dónde llega este bochorno. Anduvo por la habitación temiendo generar más calorina, y lo hacía despacio, buscando distraerse de este modo. Cuando consideró que la opción no era efectiva se sentó en una silla. Desnuda, cediendo todas las partes posibles de su cuerpo contra los puntos de apoyo, buscando la frialdad de las superficies de los muebles, que no tardaban en arder a medida que imponía su carne sobre ellos.

En medio del desvelo tomó un libro entre las manos. Lámpara de mermada luz. Ventilador de mesilla. Espalda adherida a un respaldo de caoba, acaso imitación. Un vaso de agua perfumada de lima. Entretenida tendré menos calor, trató de persuadirse. Casualidad o paradoja, el argumento de la novela consistía en una historia de amor entre inuits interrumpida por la partida del hombre a su período de caza. La mujer inuit veía acortada su recién incubada querencia y se disponía con tristeza a soportar un largo tiempo de ausencia del hombre. O, mejor dicho, de privación del hombre. Las imágenes que se desprendían de la lectura y las que ella añadía de su cosecha a un texto que la atrapaba apartaron a Inês de la incandescencia de la noche. Se relajó, depositó el libro en su regazo, y allí, abrazándolo, lo acunó en un ejercicio de vaivén lento. Permaneció un rato absorta. Frotó con la lengua sus labios, no porque los encontrara más resecos, acaso por inercia, o por el atisbo de otra clase de sed. De pronto sintió que un apetito emergente la acuciaba procedente del interior del libro. Deseaba al varón inuit de la ficción que partía para la caza, angustiado también por abandonar a su esposa. Entrecerró los ojos. Imaginó súbitamente que una mano de hielo la recorría desde los pies hasta la nuca, troceando su cuerpo, abriéndole en canal como si se tratara de un animal marino. Vibró imaginando el ejercicio de una mano áspera, rugosa, cuya aridez, sorprendentemente, trasladaba sensaciones no alcanzadas anteriormente. Se prestó a la maniobra del hombre que iba tomando cuerpo en su mente. Que iba tomando su carne sin resistencia. La duermevela proporcionó a Inês la percepción de que la sensación térmica caliginosa se le rebajaba. Pero que otra energía más envolvente, ajena a la temperatura, la suplía. La proximidad de un cuerpo envuelto en pieles le producía fatiga y desconcierto, pero le atraía su roce, el cuero de su cinturón, la hebilla congelada, las manoplas de las que se había desprovisto y las llevaba ahora encajadas en su cintura. Fue entonces cuando le pareció que la presión elemental pero firme de unas manos curtidas por el aire polar y erosionadas por las ventiscas incesantes se deslizaban seguras y sin reparos por cada palmo de su desnudez. Inês acarició nerviosamente el lomo del libro, lo apretó en cuña contra su vientre, entreabrió a dos manos el volumen rasgando sus páginas. Sus dedos se humedecieron de la tinta desprendida de las palabras, que era tanto como decir de los sueños. Sueños que están escritos por el deseo.

Sumergida en el letargo del agotamiento, congelando la temperatura de su corriente sanguínea como un reptil, Inês dos Praceres Gomes soñó que el esposo inuit no volvía jamás a su hábitat de origen. Así se lo contó al día siguiente a su amiga íntima Margarida Afonso dos Anjos.