(Malick Sidibe)
Lourenço Mocuba, esbelto ejemplar de la costa índica, se despertó ya avanzada la mañana pensando en las dos mujeres. No sabía muy bien si se sentía pesaroso o eufórico. Ni con cual de las mujeres con las que creía haber soñado se adecuaba un estado u otro de su ánimo.
Se contempló un rato en el barroco espejo superpuesto en la jofaina. Hizo una gimnasia de hombros varias veces y observó su dentadura alba, impecable. Qué gran invento el espejo, pensó, puedes verte tal cual eres o puedes engañarte como te parece que eres, depende de como quieras mirarte. Gesticuló mordisqueando los labios, grandes y pulposos, hizo guiños con los ojos aún somnolientos, se miró la lengua, pastosa, percibiendo un sabor acre. Luego, aún confuso y atolondrado taponó el agujero de la vasija, vació un generoso chorro de agua hasta cubrir buena parte de la superficie y sumergió media cabeza mientras contenía la respiración. Es bueno evitar la oxigenación durante unos minutos para poner orden en los pensamientos, justificó su acto. Mientras no respiro toda mi mente se detiene y pone orden a la memoria de lo acontecido antes. Cuando no pudo aguantar más el ritual purificador alzó su rostro violentamente, sacudió la cabeza mojando ampliamente el suelo embaldosado y se secó despacio con una toalla desgastada. Es sorprendente, siguió hablando consigo mismo. Apenas me acabo de levantar y ya voy olvidando los sueños. ¿O no he soñado lo que he vivido? ¿O he vivido tan intensamente algo que me desconcierta y que me cuesta aceptar?
Así, dudando de la veracidad de las imágenes que aún fluían alocadamente dentro de él, se vistió no obstante con parsimonia y cuidado. Escogió uno de los trajes más elegantes de su repertorio, embetunó con esmero sus zapatos de paseo y salió a la calle. El café La Negra Beira estaba a tres manzanas. Acudía cada mediodía. Antunes le vio llegar. Se dirigió a él. Querrá vuecelencia un tazón de café bien preñado ¿verdad? El blanco Antunes se había quedado de propia voluntad en el país cuando éste dejó de ser colonia. No tenía nada que perder, y era cierto; eso dijo en su momento y eso repetía a los desconocidos. Antunes le tenía cogido el punto a Lourenço Mocuba, le disculpaba su gandulería, le defendía ante otros vecinos del barrio que tenían que salir antes del alba a trabajar. El señor Mocuba es depositario de altas misiones en esta vida, solía decir entre el choteo general de los tertulianos del Beira. ¿Va a salvar el mundo o solo nuestro país?, le respondían entre carcajadas. No, decía Antunes, algo más elemental y cercano. Sabe hacer felices a las mujeres. Antunes, que tenía un conocimiento acertado y riguroso sobre todas las clases y tipologías de café africano que pasaban por la ciudad, estaba bien considerado. Su opinión sobre un tema central como el café le validaba para hacer un juicio sobre cualquier otro tema. Pero a veces la gente no sabía bien si al emitir juicio sobre Mocuba lo hacía en serio o con una ironía especial, prudente cuando Mocuba se hallaba delante. Siempre había algún parroquiano que tirando más del hilo decía: A las mujeres no las hace feliz ni el Gran Bantú. Ojo, que lo de Lourenço es cosa fina, saltaba entonces Antunes. Él tiene sus artes y también sus secretos. Y consigue que ellas sean discretas. Hablando de este modo Antunes protegía al ocioso enamorador y le exculpaba a los ojos de la gente de aquella fama de vividor. Hay que respetar a quien está llamado para designios sublimes, precisaba como colofón.
El elegante ejemplar índico estaba acostumbrado a aquel tipo de comentarios y no se dejaba afectar. Su presencia, siempre bien puesta, dotada de buenas maneras y de un derroche de amabilidades con cualquiera, causaba admiración incluso entre los hombres. Algunos le envidiaban, pero no podían competir. A Lourenço Mocuba le beneficiaba un talante sereno y una predisposición prudente a la hora de hablar. Se ve que estuviste en aquella Universidad, le decían a bulto, por lo que aprendiste. Pero él siempre afirmaba: he aprendido más de la vida que de las aulas. A decir de su vocación de entrega a las mujeres nadie lo ponía en duda. Pero sí, era un hombre informado, dotado de una retórica medida y muy precisa, expuesta con un tono de voz suave pero convincente. Todo ello obraba a su favor, pues si bien podía ser criticado por su forma de vida era a su vez reconocido por el bagaje cultural del que no hacía gala y que empleaba cuando consideraba oportuno. ¿Era esta personalidad lo que atraía especialmente a las mujeres y no solamente la belleza de pura cepa africana que parecía herencia de mezclas y selección de las más depuradas de ellas? ¿Era por aquel monumento de saber y de armonía por lo que las mujeres le reclamaban incluso entre sueños? Lourenço Mocuba se sentía tan seguro en su modestia que no sospechaba que las dos amigas hubieran llegado a crear dentro de sí un mundo propio que iba más lejos que el del resto de los mortales. No sé si estuve ayer contigo o te he soñado, le decía temblorosa Inês dos Praceres Gomes. ¿Has sido tú el de esta noche o mi imaginación me lo hace creer?, le interrogaba ansiosa Margarida Afonso dos Anjos.
En su ámbito de intensa atracción por Lourenço Mocuba ambas mujeres habían diseñado, cada una por su parte, un amante imaginario que trascendía la animalidad humana para ser un endriago. Aquello las salvó de una lucha encarnizada entre ellas y desbordó al ejemplar índico, del que exigían cada vez más en sus encuentros febriles.
El elegante ejemplar índico estaba acostumbrado a aquel tipo de comentarios y no se dejaba afectar. Su presencia, siempre bien puesta, dotada de buenas maneras y de un derroche de amabilidades con cualquiera, causaba admiración incluso entre los hombres. Algunos le envidiaban, pero no podían competir. A Lourenço Mocuba le beneficiaba un talante sereno y una predisposición prudente a la hora de hablar. Se ve que estuviste en aquella Universidad, le decían a bulto, por lo que aprendiste. Pero él siempre afirmaba: he aprendido más de la vida que de las aulas. A decir de su vocación de entrega a las mujeres nadie lo ponía en duda. Pero sí, era un hombre informado, dotado de una retórica medida y muy precisa, expuesta con un tono de voz suave pero convincente. Todo ello obraba a su favor, pues si bien podía ser criticado por su forma de vida era a su vez reconocido por el bagaje cultural del que no hacía gala y que empleaba cuando consideraba oportuno. ¿Era esta personalidad lo que atraía especialmente a las mujeres y no solamente la belleza de pura cepa africana que parecía herencia de mezclas y selección de las más depuradas de ellas? ¿Era por aquel monumento de saber y de armonía por lo que las mujeres le reclamaban incluso entre sueños? Lourenço Mocuba se sentía tan seguro en su modestia que no sospechaba que las dos amigas hubieran llegado a crear dentro de sí un mundo propio que iba más lejos que el del resto de los mortales. No sé si estuve ayer contigo o te he soñado, le decía temblorosa Inês dos Praceres Gomes. ¿Has sido tú el de esta noche o mi imaginación me lo hace creer?, le interrogaba ansiosa Margarida Afonso dos Anjos.
En su ámbito de intensa atracción por Lourenço Mocuba ambas mujeres habían diseñado, cada una por su parte, un amante imaginario que trascendía la animalidad humana para ser un endriago. Aquello las salvó de una lucha encarnizada entre ellas y desbordó al ejemplar índico, del que exigían cada vez más en sus encuentros febriles.