"Todo lo interesante ocurre en la sombra, no cabe duda. No se sabe nada de la historia auténtica de los hombres."

Louis-Ferdinand Céline, Viaje al fin de la noche.



29 de febrero de 2016

La descendiente



(Annibale Carracci)



No sé si aquel antepasado existió realmente, aunque así se afirmara de generación en generación. ¿Debería producirme una emoción extraordinaria que hubiera habido un hombre de aventura en la familia? ¿Tendrían que bullir por ello mis fluidos de modo especial? Si durante décadas se ha silenciado el asunto, ¿por qué sale ahora a relucir? ¿Simplemente porque los tiempos han cambiado y se puede hablar libremente de ello? Sé que algunos parientes alardean ahora, incluso entre las amistades, de aquel episodio en que nuestras raíces se confunden con otras. Exotismo, dicen unos. Genealogía turbia, comentan otros de modo malévolo. A mí me da igual. Mi curiosidad es algo íntimo que no persigue justificarse ante nadie.


Cierto que las páginas de un diario que arroja poca luz y abunda en misterio hicieron arder mis manos cuando las recibí. Quería saber más. Tanto tiempo ocultándonos unos a otros la existencia del cartógrafo tras el vago rumor, sin creer nunca que fuera sino leyenda familiar. Nos movemos más entre el no saber que en el saber. Incluso consideramos menos problemático desconocer muchas cosas. Cuanto menos se sepa, menos conflictos, he escuchado en muchas ocasiones dentro de la familia. Yo me preguntaba si los problemas no vendrían precisamente de no tener claridad. Aclararlo siempre suponía tener que aceptar una realidad que, si bien ya pasada, no iba a ser del agrado. Es sabido que de la ignorancia muchos edifican su propio tótem, al que se aferran sin apearse un ápice de su necedad. Cierta gente huye de la indagación, así no se ve tentada a cambiar las conductas. Su torpeza les lleva a rechazar lo que conviene y seguir admitiendo lo que ya no es adecuado. Todo lo contrario de lo que debió hacer nuestro antepasado cuando se embarcó hace siglos para trazar cartas de continentes y océanos. Él no podía saber entonces que dibujaba también un nuevo mapa de su propia vida.

Nunca se está seguro de nada. Es uno de mis lemas preferidos. De lo que no sabemos y no queremos saber nacen las cábalas, sumamente peligrosas puesto que nos distraen de conocer los acontecimientos y la formación de los fenómenos. Para mí es un acicate no tener seguridad o, mejor dicho, no querer tenerla. Bajo lo que aparenta ser firme hay bastante arena movediza y muchos no tienen inconveniente en instalarse sobre ella. No es mi caso. De ahí que la aventura de mi antepasado me siga intrigando. No solo por lo que pudo hacer allá lejos y nunca supimos con exactitud. También porque mi instinto me dice que yo soy parecida a él en alguna característica recóndita. Mi color es aceitunado, y eso bastaría para descartar un vínculo. ¿De dónde viene esta pigmentación que me hace diferente a los otros miembros de la familia? El cartógrafo debía ser pelirrojo, se dijo toda la vida entre lo poco que se contaba de padres a hijos antes de que yo naciera. Entonces, ¿en qué punto la línea de transmisión de la naturaleza deparó un salto y se convirtió en excepción? 

Nadie se ha atrevido jamás a expulsarme del clan, pero a su vez han puesto en duda que yo sea una fiel heredera. Mis padres, mis abuelos, mis bisabuelos eran y no eran de la familia. Una situación muy confusa. Saber y aceptar no siempre van de la mano. El resto de la familia sabía que esa rama era tan legítima como cualquier otra. Pero las diferencias no gustan de ser asumidas, abundaban los prejuicios. Ahora que se me respeta más que lo que se respetó a otros  -no estaría bien visto no hacerlo y tampoco sería legal-  mi empeño tiene más valor. De niña tuve que soportar chanzas de otros niños que contraponían al supuesto pelirrojo con mi propio color. Pero, ¿y si lograra demostrar que mi amor por los mapas y por el conocimiento de gentes y territorios viene por vía genética? ¿Y si el tono de mi piel, la prominencia de mis labios, el poblamiento de mis cejas, el generoso rizado de mi pelo o la forma de mi cráneo fueran también hijas de la geografía que obsesionaba al antepasado? Ya sé que al que no quiere escuchar no se le puede demostrar nada. No se deja. Demostrar no solo es razonar y exponer argumentos y pruebas, es proponer a los otros que acepten salir de su ceguera. Algo que no abunda.

Los fragmentos del diario de mi antepasado náufrago aclaran poco para otra mirada que no sea la mía. Yo busco en ellos una explicación sobre mi propia existencia. De que el océano no se tragó al hombre no me cabe duda, puesto que el escrito ha llegado hasta nuestros días, preservado secretamente. Nadie lo había prestado atención jamás. Pero las letras de ese manuscrito hablan como si fueran mi sangre. El relato alienta ocultas llamaradas en mi interior. Su resistencia invoca mi búsqueda apasionada. Y si mis pensamientos deslizan dudas, hay espacios y sensaciones de mi cuerpo que me sitúan en la verdad. Cuando en los atardeceres cálidos, por ejemplo, mi piel huele a especias lejanas y mi saliva se reviste de una consistencia salina. Cuando la sensibilidad de mis dedos acarician las plantas o mi olfato se recrea con los aromas del alba. Cuando mi cuerpo patina sobre el cuerpo de un hombre como una navegación tempestuosa. ¿Será todo ello un signo? 




23 de febrero de 2016

Fragmentos del diario de un geógrafo



(Théodore Géricault)




22 de diciembre 

...un fuerte viento de barlovento, apoyando la tormenta, ha arremetido contra el navío. En principio parecía que dominábamos la embestida; de hecho todos los efectivos de la tripulación se pusieron en guardia para, cada cual desde su puesto, evitar que los palos quebraran y la nave se inclinara peligrosamente hacia estribor. Por mi parte, ajeno al conocimiento de las tareas de marinería, no he sido de utilidad y he permanecido toda la noche recluido bajo cubierta, repasando nerviosamente los mapas imprecisos de los territorios a donde nos dirigimos. Nunca en mi vida, habiendo afrontado aventuras y riesgos de toda laya, me he visto tan agarrotado por el pánico, por lo que considero necesario registrar en mi diario el efecto de estas horas estremecedoras.


23 de diciembre 

 ...el oficial mayor dice que ya es el alba, pero para mí sigue siendo la noche interminable. El oleaje es tan intenso que al menos dos o tres marineros han desaparecido, bien porque no pudieran sujetarse con la maroma o por un fallo en la maniobra. No sé permanecer tranquilo aquí abajo. El movimiento de los objetos me desquicia, apenas puedo desplegar las cartas de navegación que el capitán me ha pedido que revise, ya que su vista es pésima. No entiendo que me pida algo que desconozco, salvo en aquella materia que consiste en revisar las zonas costeras y precisar ciertos rumbos. Sea cual sea lo que yo pueda hacer, tengo la sensación de que estamos vendidos. Mientras no amaine el temporal o salgamos de este vórtice que nos mantiene a su capricho no hay manera de situarse. Avanza el día pero es tan turbia la luz que los hombres están sumamente inquietos. No puedo seguir escribiendo, ni siquiera mi brazo es capaz de permanecer sobre el pupitre y temo se vuelque la tinta. Jamás me había sentido tan rendido a unas circunstancias que me superan y tan inútil para realizar un trabajo eficiente.


24 de diciembre 

...parece que hemos salido un poco del ojo de la tormenta, si bien puede tratarse de una situación pasajera. La tripulación está alarmada por los numerosos desperfectos que se van detectando. El capitán y el contramaestre me han pedido que les dibuje con mayor claridad las zonas costeras del sur, pues dicen que por allá los vientos son más suaves y tal vez podamos abrir una nueva ruta. Tengo la impresión de que es una estratagema para infundir confianza entre los hombres, ya que las cartas marinas son las que son y no tenemos otras, y un mapa que yo modifique a ciegas no va a sacarnos del atolladero. Todo el mundo ruega a las fuerzas del cielo que que cambie la dirección del viento y las nubes se alejen definitivamente. El mando me pide un gesto de complicidad y colaboraré aunque solo sea por elevar la moral colectiva. Si el capitán quiere justificarse con un mapa que no será verdadero, en el empeño de que hay que cambiar de rumbo, él sabrá. Estoy desarbolado de pensamientos y rendido al destino, así que no hay nada que perder.


26 de diciembre 

...la corriente de agua que ha inundado la bodega no solo ha dañado una parte considerable de las mercancías que transportamos así como de la munición destinada al fortín de Bonnefoi, sino que ha echado a perder bastantes vituallas. Aprovechamos esta calma chicha para tratar de poner a salvo lo que permanece incólume. La tripulación, debilitada por el esfuerzo de los últimos días, está malhumorada al tener que racionar los alimentos. Algunos hombres han enfermado. El capitán no me deja ni a sol ni a sombra, pretendiendo que a través de la cartografía que tengo entre manos obre un milagro. Parece olvidar que el que tiene que tomar decisiones es él. Su experiencia debería hacerle extremar su olfato. La salinidad que llega con el aire no augura un asentamiento de la bonanza y el océano empieza a estar de nuevo picado. Una parte importante del velamen se encuentra rasgada y si el viento se vuelve impetuoso tendremos problemas para avanzar. Estar al pairo si se cierne de nuevo la tempestad no es la mejor solución, comenta la marinería.


27 de diciembre 

...imposible escribir dos líneas seguidas. Es tal el grado de turbulencia que azota el navío que la confusión reina por doquier. Aunque los hombres saben estar perfectamente en sus arriesgadas posiciones de nada sirve si el capitán no toma una determinación. La resistencia de sus cuerpos puede resentirse, como así mismo quebrar la envergadura de la embarcación. Sin haber hecho mayores esfuerzos tengo magulladuras por todas partes. Los hombres se ríen de mi queja por lo que llaman males menores y me muestran heridas profundas, costillas partidas, tumoraciones en su piel. En fin, un estado de desgaste generalizado que les vuelve decrépitos. Únicamente palían sus desdichas ingiriendo el alcohol que llevamos como mercancía a bordo. 


28 de diciembre 

...al fin hemos cambiado el rumbo y, según el capitán, muy al albur. Tal maniobra prometía al principio salir del círculo vicioso en que nos mantenía el océano. Pero o bien hemos retrocedido, capturados de nuevo por un remolino de dimensiones colosales, o la tempestad se extiende mucho más de lo previsto, el caso es que las acometidas son superiores a las que anteriormente hemos sufrido. Cunde la alarma y la tripulación no deja de comentar que la situación va de mal en peor. La nave escora peligrosamente, ora a babor, ora a estribor, y hay momentos en que se encabrita como si no pudiera volver a seguir el ritmo del oleaje. Para evitar la pérdida o el destrozo, he recogido los mapas, mis libros, la escribanía. Oigo más griterío y carreras de lo habitual, aunque no me llegan muy perceptibles, pues el ruido ensordecedor de los elementos se ha adueñado del navío, al que consideran un intruso en su dominio proceloso. Dejo de escribir, puede suceder lo peor.


31 de diciembre o 1 de enero

...no sé con exactitud qué día es. Tampoco en qué parte del océano nos encontramos. He estado sin conocimiento mucho tiempo; el cuerpo, tan dolorido. Moraduras y cortes por todas partes. Crujen mis huesos como si fuera un anciano, tal vez haya alguno dislocado. Tengo una sed que duele. He salido a cubierta, dando tumbos. Llamo al capitán, pero no responde. Tampoco el alférez ni el piloto. Recorro el galeón sin encontrar hombre alguno. La confusión se apodera de mí. No aparece nadie, ni vivo ni muerto. Tampoco están los animales que trasladábamos en la bodega. Me siento contento por haber sobrevivido a la tempestad, pero mi desasosiego va en aumento. Las vías de agua son de escasa entidad y no parecen una amenaza. Me siento en una isla flotante, una especie de tierra de nadie entre el cielo y el mar. O, mejor dicho, entre mi respiración palpable y las ensoñaciones. No sé si servirá para algo que deje constancia de la situación, pero este diario obra como un instinto más de supervivencia. Acaso mi único testigo.


tal vez 4 de enero

...sigo perplejo, sin saber  muy bien en qué fecha me encuentro, aunque ¿de qué me serviría saberlo? Me río de esta situación enigmática, sin poder compartir con nadie ni mi perplejidad ni mis ironías. Pienso en la fábula bíblica de Noé llenando el arca de animales y parientes para salvarse. Aquí soy yo el único que resiste a la deriva, en una nave que se ha vaciado inexplicablemente de hombres. No sé si me he salvado o si estoy al otro lado de la vida y aún no  me he dado cuenta. Tengo algunos víveres, pero escaso apetito y un ánimo endeble. Solo me alimento de confusión.


sin fecha clara

...la carne en salazón está extremadamente salobre, apenas queda agua y el coñac como sustituto me produce más sed. El sol es tan cruel como lo fue la tormenta de los últimos días. A veces me vuelvo goloso con mis propios dedos untados en esta tinta que traslada las palabras a unos pliegos que nadie leerá jamás. No sé para qué escribo. ¿Para certificar que aún estoy vivo?


día sin número

...imposible situar en qué fecha vivo. Mi propia debilidad me somete a desvanecimientos frecuentes. Recorrer el navío, cuando las fuerzas me lo permiten, me aburre. Ya ni las ratas aparecen. No son deseables, pero al menos me proporcionaban juego y compañía. No sé lo qué digo; nunca me gustaron, pero cuando no tienes otros seres a los que aferrarte cualquier especie te habla y te entretiene. Mis pensamientos se han vuelto pesados, ni siquiera aquellas creencias que me inculcaron de niño están a salvo. Para qué. Han naufragado, como todos mis sentidos. La naturaleza que me alentó la vida es ahora inhóspita y cruel.


...

...no sé si escribo o sueño que escribo. Si al menos mantuviera la lucidez y la destreza suficientes para empuñar la pluma podría escribir mis propios recuerdos. Volvería una y otra vez a relatar cada episodio de mi vida, considerándolo desde personajes diversos. Podría ser una buena excusa para no sucumbir al tedio. Quién sabe si el recrear mis experiencias no me llevará también a renacer de nuevo.


...

...este sopor profundo tira de mí. Me despierto una y mil veces, en cada ocasión más exhausto. No soporto la idea de que me traicione el cuerpo ahora que he empezado a registrar los años de infancia. Nunca pensé que encontrarme cerca del fin me llevara al origen de esta manera. El escribiente que se ocultaba en mí ha tomado el relevo del cartógrafo que convertí en oficio. Tal vez porque los mapas de mares y territorios ya no podrán conducirme a ninguna parte y, en cambio, reconstruir con palabras mi vida desde los primeros pasos podría concederme la paz que jamás he tenido.


...

...escribir y leer mis primeros recuerdos me ha dado cierta fuerza. No para bien del funcionamiento corporal sino para mantener el temple y la resistencia. Leer lo que narro sobre mi pasado me produce congoja, pero después apacibilidad. A veces me quedo dormido y las alucinaciones, sumadas a lo que escribo, se convierten en un espacio único en el que me dejo mecer. ¿Moriré así? ¿Perderé la energía pero no la curiosidad por conquistar un territorio tan nuevo como desconocido?




14 de febrero de 2016

La mujer invisible



(Jean-François Jonvelle) 



Hoy he vuelto a ver a la mujer invisible. Cómo es posible, se preguntarán ustedes. No sé responder. Pero la he visto. No presentaba un perfil muy definido ni su imagen era un derroche de luminosidad, pero no me cabe duda de que se trataba de ella. Además, he escuchado su respiración contenida, su tono pausado y bajo de voz, los pasos prudentes y apenas ruidosos al pisar la tarima de la estancia. Suelo verla con cierta vaguedad algunas noches en que me desvelo y no sé poner orden en mis turbados pensamientos. Pero nunca con la evidencia con que hoy se ha mostrado. Otras veces se limitaba a permanecer en un rincón del cuarto y sonreír, o simplemente observarme. Una mujer invisible, aunque se me revele, es siempre un ser evanescente. Hasta ahora sus apariciones eran fugaces y, como mucho, el movimiento de aire que producía dejaba un aroma agradable a flor de primavera, pero confuso. No sabría decir qué flor emite el perfume natural que ella exhala, no soy experto en botánica y apenas en mujeres invisibles.  

La cercanía que ha mostrado esta madrugada me ha confundido. En otras ocasiones aparecía más ausente, como si ni el mundo ni yo mismo fuera con ella. Si tocaba los objetos, estos no variaban de ubicación. Si se desplazaba, no dejaba huella. Miraba el entorno, pero no lo alteraba. Solo cuando me parecía que fijaba sus ojos en los míos se alejaba de su invisibilidad. Hoy ha transgredido la conducta que era habitual en ella y su osadía tenía algo de invitación a que yo formara parte de su invisibilidad. Dirán ustedes que debe ser más bien a la inversa, que ella ha pretendido llegar a mí y manifestarse con su corporeidad. No estoy seguro. 

Se precipitaba la oscuridad hacia el alba y la invisible se ha acercado resuelta. ¿O me ha llevado a su ámbito silencioso y mortecino? Sentados ambos en la cama, sin distinguir qué territorio de los dos pisábamos, he percibido un halo tangible que me proporcionaba calor, pero también agitación. La mujer, con sus manos invisibles, palpaba mi cuerpo con cautela, como si deseara situarme en un espacio que ella pudiera ocupar. Yo solamente percibía ráfagas del éter que ella buscaba materializar. En el cuello, en la espalda, en las rodillas. ¿Cómo lograba ensortijar sus dedos en mis cabellos? ¿Cómo escribía caricias tibias en mis labios? ¿Cómo hurtaba mis palabras con su lengua ebúrnea? ¿Cómo arañaba mi pecho con sus uñas aguzadas? ¿Cómo hendía mi ingle con su vientre incandescente? Desplacé a un lado mi cuerpo para aprehender aquellos movimientos que se sugerían pero nada retuve. La mujer invisible, alterada, indecisa, se apartó de mí y se expuso al espejo. Esta es la ocasión de verla con alguna claridad, me dije. Me levanté impetuoso para capturar su imagen. Pero el espejo me devolvió una película de vaho, deleble, inaccesible.




7 de febrero de 2016

El samaritano



(August Sander)



En mayo de 1934 la casa del bibliófilo Hans Joachim Würth fue asaltada por energúmenos uniformados. Würth no era judío, tampoco comunista, ni siquiera un librepensador declarado y confeso. No se le conocía actividad pública alguna que le comprometiera. Toda su capacidad de expresión personal había sido reducida y modesta. La asistencia puntual a la junta de propietarios municipal y la participación alterna a una tertulia en el café El ciervo verde. En  la junta se limitaba a votar conforme a las razones de la mayoría en cuestiones de interés meramente organizativo y doméstico. En la tertulia era parco en palabras, preciso en sus aseveraciones y exacto en la recomendaciones acerca de lecturas. A las opiniones más polémicas él respondía con citas de autores clásicos. Al enfrentamiento entre tertulianos reaccionaba canturreando el pasaje de La cabalgata de las Valquirias. A la pretensión de alguno de los presentes de leer un artículo de la prensa oficial o bien un opúsculo clandestino Würth se echaba hacia atrás en el rincón donde estaba colgado el perchero y abría con disimulo una separata sobre el libro de Job en versión luterana.  

La casa del bibliófilo parecía más que una biblioteca personal un centro de acogida de libros huérfanos. Tomos provectos y jóvenes, polvorientos o bien oliendo todavía a tinta reciente, con tipografías al uso o conteniendo caracteres de alfabetos misteriosos. Interpretaciones históricas que ahora se negaban, novelas que apenas habían posado en los escaparates de las librerías, pensamiento político y filosófico que no estaban bien vistos, incluso volúmenes ilustrados sobre el arte maldito hallaban una tierra de promisión en espera de mejores tiempos en la casa de Würth.  El vicio o, mejor dicho, la virtud del hombre consistía en recoger libros tirados en cualquier parte, salvados de las piras o entregados voluntariamente por amigos que se sentían inseguros. Nunca imaginó que semejante generosidad pudiera ponerle en aprietos.

De dónde partió la información perniciosa por la que allanaron el domicilio del buen samaritano no se supo. Hans Joachim no era un hombre que se granjeara enemigos ni competía con nadie ni se traía entre manos negocios turbios que algún desagradecido aprovechara para ajustar cuentas. Una vieja novia despechada de juventud pillaba muy lejos. Los fieles del nuevo régimen no contaban con su apoyo pero tampoco les daba motivos para señalarlo. Hacía muchos años que había abandonado las clases lectivas como para que algún estudiante suspendido se tomara la revancha. No tenía ni deudores ni acreedores, así que la venganza por esta causa quedaba descartada. Tal vez el miedo o la tortura de uno de los perseguidos que le hubiera entregado parte de sus fondos para no ser destruidos podría haberle delatado. Partiera de donde partiera el chivatazo, los uniformados que irrumpieron en casa de Würth se llevaron un chasco.

Aquel día infausto los anaqueles de la vivienda del anciano apenas mostraban sino obras totalmente libres de sospecha. Autores reconocidos de la más acendrada idiosincrasia y del pensamiento ortodoxo, libros de historia y de eugenesia considerados sostén de las teorías advenedizas, tomos de mecánica y física obsoletos y algunos catálogos y composiciones musicales sobre la larga y rica tradición germánica. A la sección de asaltantes lo que hubiera allí les daba igual. Oían la palabra libro y les rechinaban los oídos. Veían una estantería repleta y se disponían a prender la hoguera. Olían el papel rancio y ácido de los volúmenes y se les alteraba el carácter. Pero sólo el jefe decidía. El jefe era un antiguo estudiante, entrado en años, frustrado en la carrera y que no había llegado a nada, pero que presumía de decidir sobre el sentido de la cultura. Pontificaba sobre el bien y el mal de lo que estaba escrito, daba el visto bueno a los contenidos morales apropiados o vía libre para destruir lo infame. Decidía, en fin, sobre el destino de la huella cultural de la historia, que él y los suyos consideraban propiedad y destino.

¿Dónde están todos esos libros que nos han dicho que recoges?, preguntó el líder del grupo de asalto a Würth. Todo lo que tengo está delante de vuestros ojos, respondió prudente y tranquilo el anciano. ¿Para qué iba a querer más? A un pitido del jefe los secuaces se desplegaron por la casa, abrieron puertas, corrieron muebles, desvencijaron armarios, subieron a las buhardillas. No encontraron nada oculto. Sabemos que no tienes más propiedades, dijo ufano el jefe, pero si aquí no están todos los libros que andas rescatando, ¿qué haces con ellos? ¿Dónde los escondes? O peor aún, ¿a quién se los has pasado? Pero Hans Joachim no se dejó amedrentar. Quien os haya ido con el cuento, respondió al energúmeno culto, miente. Todo lo que pude ya lo leí hace años y olvidado lo tengo. Aunque me dieran ahora un libro de esos que decís que van contra nuestra cultura y nuestro sistema, sentiría tales arcadas al rozar sus lomos que no podría ni abrirlo.

El jefe se sintió burlado, no se sabe si más por las informaciones dudosas que le habían conducido al desliz o por las respuestas del viejo, de quien se conocía de toda la vida su disposición lectora y sabia. Respecto a cómo se las ingenió Würth para ocultar aquel asilo de libros salvados de la destrucción es algo para lo que hoy, muchos años después de terminar el desastre, no se ha hallado explicación.