(Annibale Carracci)
No sé si aquel antepasado existió realmente, aunque así se afirmara de generación en generación. ¿Debería producirme una emoción extraordinaria que hubiera habido un hombre de aventura en la familia? ¿Tendrían que bullir por ello mis fluidos de modo especial? Si durante décadas se ha silenciado el asunto, ¿por qué sale ahora a relucir? ¿Simplemente porque los tiempos han cambiado y se puede hablar libremente de ello? Sé que algunos parientes alardean ahora, incluso entre las amistades, de aquel episodio en que nuestras raíces se confunden con otras. Exotismo, dicen unos. Genealogía turbia, comentan otros de modo malévolo. A mí me da igual. Mi curiosidad es algo íntimo que no persigue justificarse ante nadie.
Cierto que las páginas de un diario que arroja poca luz y abunda en misterio hicieron arder mis manos cuando las recibí. Quería saber más. Tanto tiempo ocultándonos unos a otros la existencia del cartógrafo tras el vago rumor, sin creer nunca que fuera sino leyenda familiar. Nos movemos más entre el no saber que en el saber. Incluso consideramos menos problemático desconocer muchas cosas. Cuanto menos se sepa, menos conflictos, he escuchado en muchas ocasiones dentro de la familia. Yo me preguntaba si los problemas no vendrían precisamente de no tener claridad. Aclararlo siempre suponía tener que aceptar una realidad que, si bien ya pasada, no iba a ser del agrado. Es sabido que de la ignorancia muchos edifican su propio tótem, al que se aferran sin apearse un ápice de su necedad. Cierta gente huye de la indagación, así no se ve tentada a cambiar las conductas. Su torpeza les lleva a rechazar lo que conviene y seguir admitiendo lo que ya no es adecuado. Todo lo contrario de lo que debió hacer nuestro antepasado cuando se embarcó hace siglos para trazar cartas de continentes y océanos. Él no podía saber entonces que dibujaba también un nuevo mapa de su propia vida.
Nunca se está seguro de nada. Es uno de mis lemas preferidos. De lo que no sabemos y no queremos saber nacen las cábalas, sumamente peligrosas puesto que nos distraen de conocer los acontecimientos y la formación de los fenómenos. Para mí es un acicate no tener seguridad o, mejor dicho, no querer tenerla. Bajo lo que aparenta ser firme hay bastante arena movediza y muchos no tienen inconveniente en instalarse sobre ella. No es mi caso. De ahí que la aventura de mi antepasado me siga intrigando. No solo por lo que pudo hacer allá lejos y nunca supimos con exactitud. También porque mi instinto me dice que yo soy parecida a él en alguna característica recóndita. Mi color es aceitunado, y eso bastaría para descartar un vínculo. ¿De dónde viene esta pigmentación que me hace diferente a los otros miembros de la familia? El cartógrafo debía ser pelirrojo, se dijo toda la vida entre lo poco que se contaba de padres a hijos antes de que yo naciera. Entonces, ¿en qué punto la línea de transmisión de la naturaleza deparó un salto y se convirtió en excepción?
Nadie se ha atrevido jamás a expulsarme del clan, pero a su vez han puesto en duda que yo sea una fiel heredera. Mis padres, mis abuelos, mis bisabuelos eran y no eran de la familia. Una situación muy confusa. Saber y aceptar no siempre van de la mano. El resto de la familia sabía que esa rama era tan legítima como cualquier otra. Pero las diferencias no gustan de ser asumidas, abundaban los prejuicios. Ahora que se me respeta más que lo que se respetó a otros -no estaría bien visto no hacerlo y tampoco sería legal- mi empeño tiene más valor. De niña tuve que soportar chanzas de otros niños que contraponían al supuesto pelirrojo con mi propio color. Pero, ¿y si lograra demostrar que mi amor por los mapas y por el conocimiento de gentes y territorios viene por vía genética? ¿Y si el tono de mi piel, la prominencia de mis labios, el poblamiento de mis cejas, el generoso rizado de mi pelo o la forma de mi cráneo fueran también hijas de la geografía que obsesionaba al antepasado? Ya sé que al que no quiere escuchar no se le puede demostrar nada. No se deja. Demostrar no solo es razonar y exponer argumentos y pruebas, es proponer a los otros que acepten salir de su ceguera. Algo que no abunda.
Los fragmentos del diario de mi antepasado náufrago aclaran poco para otra mirada que no sea la mía. Yo busco en ellos una explicación sobre mi propia existencia. De que el océano no se tragó al hombre no me cabe duda, puesto que el escrito ha llegado hasta nuestros días, preservado secretamente. Nadie lo había prestado atención jamás. Pero las letras de ese manuscrito hablan como si fueran mi sangre. El relato alienta ocultas llamaradas en mi interior. Su resistencia invoca mi búsqueda apasionada. Y si mis pensamientos deslizan dudas, hay espacios y sensaciones de mi cuerpo que me sitúan en la verdad. Cuando en los atardeceres cálidos, por ejemplo, mi piel huele a especias lejanas y mi saliva se reviste de una consistencia salina. Cuando la sensibilidad de mis dedos acarician las plantas o mi olfato se recrea con los aromas del alba. Cuando mi cuerpo patina sobre el cuerpo de un hombre como una navegación tempestuosa. ¿Será todo ello un signo?