"Todo lo interesante ocurre en la sombra, no cabe duda. No se sabe nada de la historia auténtica de los hombres."

Louis-Ferdinand Céline, Viaje al fin de la noche.



29 de junio de 2016

En el Shinkansen


(Daido Moriyama)




¿Le interesa de manera especial la fotografía, señorita?, preguntó el célebre fotógrafo anciano Shintaro Tatsuaki, arriesgando, a la joven que se había sentado enfrente. La mesa del vagón comedor del Shinkansen a Aomori era amplia y los asientos cómodos. ¿Lo dice porque contemplo atenta el paisaje?, respondió cortés ella. Shintaro Tatsuaki ya no era el hombre comunicador que había sido en años anteriores. Mucho menos el seductor que se descubrió a través del trabajo de fotógrafo profesional, que algunos llaman artístico. El cansancio había mellado su resistencia, aunque subsistía en él un talante receptivo que suscitaba confianza. Le intrigó la manera de mirar de la joven. Observa mucho, le respondió, y tengo la sensación de que sabe hacerlo. No es una mirada superficial la suya. Lo registra todo, pone el ojo y elige. La joven se lo agradeció con una sonrisa pudorosa. Oh, ya no es igual que antes. La velocidad del tren ha modificado mi mirada sobre el paisaje. En cierto modo, precisó, podría decir que miro más a la cercanía de los individuos. Y, no crea, en contra de lo que parece los rostros de las personas son mucho más difíciles de profundizar que los paisajes. Descubrir, y no digo admirar, lo que hay tras ellos es un desafío que me convierte en una voyeur sumamente indiscreta. Shintaro se sintió de pronto iluminado. Alguien que habla con sinceridad sobre la importancia del saber mirar, pensó, debe merecer la pena. Aunque yo casi esté al borde del retiro, una persona así debería ser mi discípula, se tentó.

La idea repentina de dar nueva vida a su trabajo de años, apoyándose en otro individuo, le pareció que tenía mucho de relación entre ciego y lazarillo. Agradeció que la joven fuera tan abierta. Se lo hizo saber. La actitud conversacional se ha perdido hoy día entre los que pueblan las megalópolis, comentó. Son muchos pero están muy lejos unos de otros. Ya ve que no todos, dijo ella. Nosotros somos la excepción. Shintaro necesitó confiarse a la mujer. He dedicado mi vida a mirar y a reflejar lo mirado. Trabajo ya poco, ciertamente, pero he fotografiado lo que es obvio y me ha interesado menos y también lo que se oculta tras la apariencia física de las personas o de sus conductas. Lo mismo puedo decir de un paisaje rural, de una ciudad industrializada, o del mar. Ella se asombró. Pero el mar es monótono, intervino. No crea, revela más de lo que cree sobre la esencia de la naturaleza, replicó Shintaro. ¿Más que un individuo? Más, mucho más. El mar no se deja adulterar como los hombres por los temores, las vanidades, los compromisos o la ansiedad. Aunque debo reconocer que cuando atraviesas a una persona descubres en ella algo de mar. El anciano fotógrafo sintió que su imagen quedaba imantada en las pupilas de la mujer. Por unos instantes, ni uno ni otro hablaron. Se escrutaron con suavidad, de ojos turbios a ojos expectantes. La joven disolvió aquella partícula de fascinación mutua. Por lo tanto, habrá fotografiado muchos mares, conocerá sus calmas y sus turbulencias. Habrá visto galernas devorando hombres y el dúctil oleaje abandonando generosamente en las playas a los supervivientes. Dígame, también habrá fotografiado a innumerables mujeres, ¿verdad? 

Shintaro Tatsuaki sintió que crepitaba su propia mirada. Dudó. Luego habló con dulzura. Joven, ¿me está pidiendo que le devuelva mi agotada mirada sobre usted misma? No hubo un silencio acerado, pues la pleamar que proponía la mujer era acogedora. Pruebe, le respondió ella con audacia, mientras desenvolvía con parsimonia su bentö, ese preparado de comida que dan en los Shinkansen y que parece un juguete.





11 de junio de 2016

El guionista


(Robert Capa)




No te engañes, aseveró displicente mi amigo Jan Bierce, el guionista, mientras desayunábamos. Escribimos sobre el amor los que no amamos. ¿Cabe algo más inapropiado? Eso os permite mantener la distancia, ser más objetivos y valorar con fiabilidad algunos ángulos de visión que no podrían tener los escritores enamorados, comenté yo puntualizando un pensamiento que ambos compartíamos. Sí, pero, por otro lado, corremos el riesgo de salirnos de la realidad, exagerando con la crudeza de un realismo exacerbado, matizó Jan. Podemos estar imponiendo diálogos a unos personajes que acaso reflejan más nuestras desconfianzas y frustraciones que lo que vive la mayor parte de la gente. Y ya sabes que en nuestro oficio nos debemos a la aceptación por parte del espectador.

Cada vez que Jan se pone en marcha para elaborar un guión comparte ideas conmigo y no podemos evitar que iniciemos un nuevo debate sobre el mundo. Para mi amigo no se trata solamente de escribir de corrido un mamotreto que luego van a pulir otros antes de dar el visto bueno. Necesita durante el proceso mantener viva una suerte de tertulia llena de ideas, de confrontación serena sobre lo luminoso y también de controversia apasionada acerca de lo oscuro que habita en el espíritu humano. Suele decir que el tema de la guerra, por ejemplo, siempre resulta más sencillo de tratar. Es como si por su propia definición no hubiera demasiadas salidas inverosímiles y se acertara a describir de plano el horror o la barbarie de unos hombres contra otros. Todo está abocado a la destrucción, de cuerpos y de emociones, eso marca lo que se vive en la guerra, dice un Jan vehemente.

Yo pienso que la violencia también habla de manera diversa y significativa sobre el hombre. Incluso ese tipo de violencia en que parece que la sociedad, los Estados, las creencias y cada individuo son un solo engendro que ha enloquecido. Y que, a pesar de lo perverso que es invadir territorios y aniquilar seres, los hombres, en el fragor de la vorágine, crean márgenes en los que el escepticismo anida, el hastío hace mella, la discrepancia asoma el hocico y la fragilidad de cada hombre puede saltar con brusquedad. Pero a Jan no le gusta ceder con facilidad. Aun teniendo un pasado diferente, insiste, los hombres que participan en una guerra se ven abocados de manera circunstancial o prolongada a un oficio tenebroso que los anula. En la misma línea, la población civil que sufre las consecuencias también hace frente a una alteración, que puede llegar al exilio forzado, aunque se aferre con todas sus fuerzas a recordar con añoranza la normalidad que les precedió. Una forma de vida de costumbres pacíficas en la que, si bien había diferencias y enfrentamientos, todo se resolvía cediendo pacíficamente. Pero la guerra es otra cosa, reprime sentimientos, encierra nostalgias, provoca odios que antes no se habían sentido. Y, lo que es sumamente trágico, hace que la gente se sienta perdida, hasta el extremo de delegar el diálogo y el buen hacer cotidianos en esas figuras falsamente literarias del combate y de la siempre abominable aunque deseada victoria. Terrible aspiración ésta que muchos verán abortada por el infortunio.

Recordar los tiempos felices, suelo decir a Jan, aunque vayan quedando alejados, siempre remite a alguna incierta clase de esperanza para la gente que sufre. ¿Qué harían los masacrados civiles si perdieran el vínculo con el pasado? ¿Cómo alimentarían ilusiones de supervivencia los inquietos e ilusos combatientes si no hablaran entre ellos de la vida tranquila que habían conocido anteriormente? ¿Qué futuro, si llega a haberlo, podría perseguirse de no triunfar a su vez un hondo sentido de la añoranza y de lo que fue posible vivir sin terror? Un guión bélico, le digo, proporciona mayor facilidad de tratamiento si se ignoran todas estas cosas y se reduce todo al enfrentamiento descarnado y a idealizar los mitos épicos. Pero la complejidad de los individuos, aun soterrada, está ahí, aflora y eso lo debes tener en cuenta a la hora de escribir un guión que merezca la pena.

Jan Bierce, amigo de toda la vida, amante con altibajos y lagunas, se queda callado cuando el debate llega a ciertos extremos. En ese momento puede levantarse y salir o revolverse buscando nuevos argumentos. Sigo pensando que los guiones que describen historias de amor son más enrevesados, opina Jan. Nunca hay una perspectiva única. Encontrar el punto equilibrado al narrar situaciones de afinamiento o de rechazo entre dos humanos que se acercan y se soportan voluntariamente, nada que ver con el forzoso comportamiento en una guerra, resulta complicado.  En las historias de amor la voluntariedad de los individuos es decisiva. ¿Cómo no reflejar los movimientos repentinos de afecto o de desaire que se dan entre dos seres? ¿Cómo no describir sin demasiadas concesiones a la sensiblería aquellas afecciones producidas  a causa de una entrega o de un abandono? Por no hablar del roce y el desgaste cotidiano a que una pareja se somete tras haberse elegido libremente. A los humanos les califica más los roces que la armonía. Oye, Jan, le digo un tanto agotada por la discusión,  ¿acaso olvidas que también hay mucho de anulación de personalidad entre los amantes? ¿Que uno se impone al otro? ¿Que alguien de ellos, o los dos, se sacrifican en el altar de las obligaciones y los desencantos?

La mirada que Jan Bierce me echa es como una mano férrea que me tapara la boca. Pero sé que, de un momento a otro, sus ojos de felino salvaje se van a tornar de oveja entregada. Hoy, no, me apresuro a decirle con cierta acritud, levantándome del sofá.