"Todo lo interesante ocurre en la sombra, no cabe duda. No se sabe nada de la historia auténtica de los hombres."

Louis-Ferdinand Céline, Viaje al fin de la noche.



27 de junio de 2020

Subiendo la última cuesta



(Katsushika Hokusai)


Cuando sus pisadas quiebran se sujetan de la mano. Entrecruzan los dedos con un vigor diferente a aquel otro juvenil, tan lejano. Se estremecen con el aliento tibio de unos cuerpos que se dispersan. El frío que escarba en ellos no es un frío del que se puedan reponer. El dolor de los pies retorcidos no es ya ni siquiera un suplicio que amortigüe. El apego a la aldea que dejan atrás ya no es asimiento. Suben prudentes y callados. Ven con dificultad los ramajes que entorpecen las sendas. Tropiezan con suelos pedregosos. Se confunden con los últimos bambúes. Se extravían. Cada poco van deteniéndose ante los repechos. Miran de reojo el horizonte que ha quedado atrás. A medida que ascienden el largo paisaje queda debajo de ellos. El pasado, las familias, los quehaceres. Todo se va olvidando. Las ilusiones, las pérdidas, los desengaños, las frustraciones. Su único plano de visión se dirige hacia el interior de sus pensamientos, que se debilitan.

La anciana se para para coger aire. Piensa que es el último esfuerzo, le anima su marido. Todo esfuerzo nos ha costado mucho siempre, pero este  carece de esperanzas, dice ella con desgana. Donde vamos quedaremos libres de tantos afanes onerosos, mujer. Eso debe consolarte, ya no tendremos dolor, ni tendremos que llorar por nadie, ni angustiarnos por la mayor trampa que nos ha embargado en la vida, la preocupación por el futuro.

La mujer toma un leve impulso y se incorpora a la marcha. Qué lejos quedan los cerezos, dice de pronto. Demasiado lejos, asiente él. Donde vamos a estar, insiste la anciana, ¿habrá cerezos? Si los hay nos acurrucaremos entre ellos, sin esperar nada, aunque estén tan marchitos como nosotros. Sí, le apoya él, si así lo prefieres allí nos quedaremos. ¿Quieres que toque un poco el shakuhachi para ti, como antes? Ella asiente con la cabeza, esbozando con sus labios arrugados una sonrisa lacia que se petrifica al instante. El hombre saca de un pequeño morral la flauta. Desafía con sus notas al aire cada vez más gélido de la altura. La anciana balbucea: Así tocabas cuando te conocí. Si me quedo dormida sigue con esa música. Luego cierra los ojos. Él se afana con aquellas notas agudas, cadenciosas, prolongándolas como si fueran hermanas del viento. Su tono es cada vez más frágil. Mira los cerezos, exclama. Pero ella ya no oye, no mira, no suspira, no sueña. Me has ganado la mano por poco, dice el hombre en vano. Y el vidrio de sus ojos opacos resplandece un instante. El eco de los recuerdos borrosos se humedece lentamente.



21 de junio de 2020

Presentes y mortales


(Katsushika Hokusai)


Abuelo, cuando nos desplazamos a otra aldea o cruzamos el río la montaña está siempre ante nuestros ojos. ¿Es una divinidad? El abuelo se va acostumbrando a las preguntas que despiertan en el chico. Le alegran, pues sabe que la ingenuidad es el primer paso hacia el descubrimiento. Lo que en la naturaleza está siempre presente ante nuestra mirada es como una divinidad, le contesta. ¿Y es verdad que tiene fuego en lo más profundo?, continua el nieto. Probablemente, se asombra el hombre, como lo hay también dentro de nosotros pero con otra clase de calor. ¿Y es cierto que hay parejas muy ancianas que suben por sus laderas y no quieren ya bajar?, y el pequeño parece que hubiera estado guardándose las preguntas durante mucho tiempo y ahora las volcase de sopetón. Hay ancianos que se encuentran muy cansados y eligen esa manera de no seguir estando entre nosotros, confirma el otro. Abuelo, ¿tú piensas subir algún día y quedarte allí? El anciano aprieta enérgico la mano del niño. No es algo que haya que pensar. Solo si el fuego que llevo dentro se va apagando y me avisa de que me va a abandonar, entonces puede que quiera subir. Pero puede también que quiera acostarme en una barca y flotar sobre las aguas del río, a merced de la corriente, o simplemente me quede sentado en la poyata de fuera de nuestra casa, sin pensar, sin recordar.

Al nieto le estimulan las respuestas del abuelo y no cesa en el diálogo. ¿Por qué los ancianos se quieren ir y en cambio hay gente más joven que no quiere morirse? Los ojos del abuelo destellan. Apenas duda en la contestación. El viejo ya no tiene nada que perder. El joven, o el niño, aún no tienen casi nada que perder. Pero ¿por qué le das vueltas a lo que no está en nuestra mano sino en poder del Tiempo? El crío juega con las barbas del anciano y se encoge de hombros. Ah, dice, entonces ¿el verdadero poder no lo tiene la montaña, siempre tan grande y tan presente? Es que la montaña también se debe al Tiempo, replica el abuelo, aunque eso no lo puedes entender todavía. Pero el chico no se rinde. Y al Tiempo ¿se le ve con tanta claridad como a la montaña? Si se quiere ver, sí, pero se trata de otro paisaje, más cambiante y menos duradero, sentencia el hombre. Tú y yo somos Tiempo.  Tú eres el tiempo que tuve y yo soy el tiempo que algún día tendrás. Pero el niño ha hecho correr unas canicas y deja al abuelo con la palabra en la boca.





(El triunfo de la presencia conlleva el precio de la mortalidad)

10 de junio de 2020

Los criados de los samuráis



The waterfall where Yoshitsune washed his horse in Yoshino, Yamato province from Tour of Waterfalls in Various Provinces. Colour woodblock, 1833. Bequeathed by Charles Shannon RA. © The Trustees of the British Museum.
(Katsushika Hokusai)




En un recodo del río Oi los desniveles del terreno precipitan la corriente. Allí dos criados de los últimos samuráis llevan a bañar los caballos de sus amos. ¿De qué vive tu señor?, le pregunta el más joven al otro. ¿Tú que crees? De lo mismo que el tuyo. De sus sueños de gloria y de nosotros los criados, replica el mayor con ironía.

Kazuma, el joven preguntón, que anda descubriendo todavía el mundo y está convencido de que se lo descubre a los demás, crédulo de saber interpretarlo manifiesta discrepancias. Pero sus glorias les proporcionaron riquezas y gracias a ellas viven bien y por eso nosotros tenemos empleo. Shima, el compañero, está más curtido en los lances de la discusión y apea al otro de su visión bienintencionada. Ah, ya, unos bienes logrados a costa del perecimiento de gentes a las que ni siquiera conocían. ¿O qué crees? ¿Que los samuráis o los sogunes o los nobles de las ciudades se regalan propiedades y servidumbres por las buenas? Kazuma se obstina en su pretendido saber. El arte noble de la guerra lo permite, dictamina. Sí, ríe Sima, sobre todo cuando ese valeroso arte se fundamenta en fomentar guerras para hacerse con lo que otros poseen. ¿O pensabas que las guerras son inocentes por naturaleza? ¿O que solo son una respuesta a las intenciones bélicas de otros? Las guerras traen desgracias a unos pero fama a otros, replica Kazuma, y nada se puede hacer por impedirlo. Son tan antiguas e inevitables como nuestros antepasados. Y te diré que a mí me hubiera gustado ser samurái de haber nacido en otro mundo. Son gente que se hacen respetar, aunque actúen para sus señores, y cultivan reglas de fidelidad, no teniendo inconveniente en sacrificar sus existencias por quienes les han dado razón para vivir. Su austeridad yo no podría compartirla, pero acaso en ella está la clave de lo que son.

El compañero frota con ahínco el lomo del caballo de su amo. Qué ingenuo, le rebate Shima. Exaltas en exceso un oficio de armas que ya sé que mucha gente contempla con admiración. La fidelidad vale mientras les es reconocida. Unos valores se dan siempre a cambio de otros. Nada hay en esta vida por encima del trueque.  Y el intercambio tiene muchos rostros o, mejor dicho, diversos precios, y exige no solo lo que se muestra sino lo que se oculta. No te fíes de la apariencia de las cosas por mucho que parezcan regir el mundo. Pero el honor es un valor excelso, y ellos por ahí jamás negocian, insiste Kazuma. Shima, al que los años le han hecho más escéptico, detiene su tarea. El código del honor, amigo mío, no es aplicable a los que están por debajo de ellos. ¿Tú has visto alguna vez que a sus criados les traten con la condescendencia con que actúan respecto a los que tienen poder? Sí, ellos tienen su código particular y nuestras divinidades se lo bendicen, eso está claro. Pero los que no hemos salido nunca de nuestra condición ínfima deberíamos regirnos por otro código:  el de considerarnos unos a otros de igual a igual y ayudarnos en lo posible. Ahí también tienes razón, salta Kazuma, pero si pudiésemos elegir la manera de vivir, ¿por cuál optaríamos? ¿Por la de los samuráis o por la de los criados? Shima sacude la crin del caballo que asea. Hermano, le responde, no aspiremos a entender planetas en los que no pondremos jamás los pies.




(Tener claro dónde estás, porque eso es lo que eres)