(Nicolas Henri Jacob)
Esté tranquilo, le dijo la anestesista, embozada en su traje de faena. Confío plenamente en usted o, mejor dicho en lo que me va a poner, respondió el paciente. Entonces pensó: debería haberlo dicho a la inversa, no vaya a creer que no me fío de ella. La sustancia es la que me va a dormir. Pero, al fin y al cabo, de la mano de esta mujer depende que la dosis me haga el efecto conveniente. Está muy estudiado todo esto, le replicó la anestesista, como si hubiera interpretado sus pensamientos. Sabemos qué dosis hay que aplicar en función de la edad, el peso, el estado del corazón, los antecedentes y, en fin, las pautas saludables que se muestren en el paciente. Al hombre le escalofrió la textura fría del guante del látex buscándole la zona de piel donde iba a actuar la médica. ¿De verdad que no sentiré nada después de la operación?, y las dudas le hicieron bajar la guardia, exhibiendo una aprensión que chocaba con su corpulencia y aplomo habituales. Se rebeló ante este indicio explícito de su fragilidad, con lo aparente y seguro que había sido, tan celoso de su autocontrol habitual. Dormirá como un bendito, le tranquilizó la mujer. ¿Suele soñar mucho? Aquí soñará pero de una manera tan pesada que ni siquiera el sistema nervioso del cerebro se dará por aludido. ¿Ve qué bien? ¿A que no ha sentido los pinchazos?
El hombre observó los negros ojos de ella, como si fuera un campo de amapolas en medio del erial del resto de su cara. Así como está parece una musulmana, discurrió para rebajar la tensión. La firme mirada de la anestesista le transmitía confianza. Si te tuviera frente a frente en otra tesitura, se le ocurrió imaginar. Pero aquel pensamiento fugaz, aquel deseo transitorio y aparentemente fuera de lugar, mezcla de tentación y de necesidad de refugio, no se trataba sino de una excusa que le proporcionaba serenidad. Por una parte era el hombre que siempre había sido, incluso en ese instante de debilidad de su cuerpo. Por otra, se veía como el rey desnudo, rendido a la necesidad de una salvación que llegara de otras personas. No estaba en condiciones de poner reparos a aquel abandono de sí, entregado a profesionales que habían estudiado su caso y decían que le iban a recuperar. Cualquier pensamiento o deseo ahora mismo, no relacionado con lo que voy a pasar, pensó, me viene bien; necesito normalizar este momento como sea, se justificó en su interior.
Fueron llegando otros médicos. La anestesista prolongó a su vez lo que a él le pareció una contemplación dotada de especial bondad. ¿Sólo bondad? ¿O veía en la soledad del hombre abatido algo más? Le observó con cierta dulzura -¿puede percibirse esa actitud a través de unos ojos sacados del contexto de un rostro que se oculta?- mientras le apretaba el brazo. Dígame que no es compasión lo que muestra hacia mí, estuvo a punto de decir a la mujer. Ella le siguió hablando con unas palabras cuya cadencia amortiguaba los temores. Verá lo relajado que va a encontrarse en pocos minutos, le dijo. Empujó con suavidad el cuerpo del hombre hacia atrás, para ajustarlo a la camilla desde la que le iban a trasladar a la mesa de operaciones que había en la proximidad. Cómo serán sus manos sin los guantes, le dio en pensar al hombre. Al acomodar la postura del paciente la médica arqueó sobre él parte de su torso, informe y ausente, anulado por la amplia bata verde que sustraía formas y fragancias a los sentidos cada vez menos receptivos del enfermo. El enfermo rió por sus adentros por una ocurrencia callada: qué generoso debe ser su cuerpo, y reprimió enseguida el pensamiento fuera de tono. Su tarea acaba aquí, ¿verdad?, acertó a preguntar a trompicones a la anestesista. No, estaré toda la operación pendiente de usted, por si me necesita. Aquella expresión, por si me necesita, le sonó al hombre a un propósito que traspasaba la situación y los roles jugados por cada uno. ¿Se refería al riesgo de la operación o le proponía veladamente otra actitud que acaso pudiera ser sentimiento? Qué iluso soy, masculló entre dientes mientras una densa niebla lo secuestraba, para retenerlo en un espacio desconocido donde dejaba de ser.
El hombre observó los negros ojos de ella, como si fuera un campo de amapolas en medio del erial del resto de su cara. Así como está parece una musulmana, discurrió para rebajar la tensión. La firme mirada de la anestesista le transmitía confianza. Si te tuviera frente a frente en otra tesitura, se le ocurrió imaginar. Pero aquel pensamiento fugaz, aquel deseo transitorio y aparentemente fuera de lugar, mezcla de tentación y de necesidad de refugio, no se trataba sino de una excusa que le proporcionaba serenidad. Por una parte era el hombre que siempre había sido, incluso en ese instante de debilidad de su cuerpo. Por otra, se veía como el rey desnudo, rendido a la necesidad de una salvación que llegara de otras personas. No estaba en condiciones de poner reparos a aquel abandono de sí, entregado a profesionales que habían estudiado su caso y decían que le iban a recuperar. Cualquier pensamiento o deseo ahora mismo, no relacionado con lo que voy a pasar, pensó, me viene bien; necesito normalizar este momento como sea, se justificó en su interior.
Fueron llegando otros médicos. La anestesista prolongó a su vez lo que a él le pareció una contemplación dotada de especial bondad. ¿Sólo bondad? ¿O veía en la soledad del hombre abatido algo más? Le observó con cierta dulzura -¿puede percibirse esa actitud a través de unos ojos sacados del contexto de un rostro que se oculta?- mientras le apretaba el brazo. Dígame que no es compasión lo que muestra hacia mí, estuvo a punto de decir a la mujer. Ella le siguió hablando con unas palabras cuya cadencia amortiguaba los temores. Verá lo relajado que va a encontrarse en pocos minutos, le dijo. Empujó con suavidad el cuerpo del hombre hacia atrás, para ajustarlo a la camilla desde la que le iban a trasladar a la mesa de operaciones que había en la proximidad. Cómo serán sus manos sin los guantes, le dio en pensar al hombre. Al acomodar la postura del paciente la médica arqueó sobre él parte de su torso, informe y ausente, anulado por la amplia bata verde que sustraía formas y fragancias a los sentidos cada vez menos receptivos del enfermo. El enfermo rió por sus adentros por una ocurrencia callada: qué generoso debe ser su cuerpo, y reprimió enseguida el pensamiento fuera de tono. Su tarea acaba aquí, ¿verdad?, acertó a preguntar a trompicones a la anestesista. No, estaré toda la operación pendiente de usted, por si me necesita. Aquella expresión, por si me necesita, le sonó al hombre a un propósito que traspasaba la situación y los roles jugados por cada uno. ¿Se refería al riesgo de la operación o le proponía veladamente otra actitud que acaso pudiera ser sentimiento? Qué iluso soy, masculló entre dientes mientras una densa niebla lo secuestraba, para retenerlo en un espacio desconocido donde dejaba de ser.
Dos enfermeros colocaron al paciente sobre la mesa de operaciones. La anestesista se quedó al lado, observando la respiración cada vez más pausada del hombre derrotado. Haremos todo lo posible para que salgas de ésta, le dijo con un acompasamiento suave, estimulante, asombrada por el tuteo repentino. El cirujano la miró con extrañeza. ¿Estás bien?, la preguntó; pareces rara y tienes mucha experiencia en esto. La médica afirmó sonriente, sin que supiera muy bien si respondía a su estado de ánimo o al buen hacer habitual. Se notó turbada. Por qué me cambiarían el turno hoy, se martirizó en su perplejidad eufórica.