"Todo lo interesante ocurre en la sombra, no cabe duda. No se sabe nada de la historia auténtica de los hombres."

Louis-Ferdinand Céline, Viaje al fin de la noche.



26 de marzo de 2016

Y de pronto, la vejez



(Bernard Plossu)



Hoy es el primer día que me siento viejo. No, no pregunten por mis años. Tengo una edad y he perdido otra. 

La edad no es estable, ni se trata de una cifra. Es una mutación, un trazado confuso cuya marca se emborrona. Otros dirán que es una línea que sucede a otra línea, al modo de un hexagrama chino, pero cuya interpretación resulta más dificultosa e incierta. No lo sé. Nunca sabemos con exactitud en qué línea estamos y mucho menos en que tramo de ella, si es que la línea es el modelo por excelencia de una imagen rectilínea. Yo no lo creo. No veo el tiempo como una geometría única aunque vaya en una dirección inexorable. A veces sus perfiles se difuminan, otras se hacen evidentes. Soslayamos lo curvo, pensando que nos aleja y saltamos sobre lo lateral, como si no fuera con nosotros. Error. Sus contornos nos asombran con redondeces que enriquecen nuestra existencia, nos conducen a lo imprevisto, nos sorprenden con cortes que hieren, o toman la disposición de aristas extrañas que dificultan la marcha y nos desvían. Tantas veces lo que parece un callejón sin salida nos depara un nuevo mundo... Si por algo se califica la edad es por ser solo una palabra, bastante trivial por cierto. O por ser un lugar inaprensible, ausente.

Eso me parecía hasta ahora, en los momentos que me entrego al filo despiadado de las reflexiones. En ocasiones te has puesto a meditar sobre la dimensión del tiempo, me digo, y te has perdido en la disolución del discurso. Ahora es cuando te das cuenta de que el perímetro de los días se desestabiliza como nunca lo hizo antes. Jamás te acuestas del mismo modo que ayer ni amaneces con el mismo talante. Aparentemente sí. Pero eso no es el tiempo, es la circunstancia, una manera de estar a caballo, no se sabe si al paso o al trote, entre el espacio de los cuerpos y el tránsito temporal de los compromisos y las exigencias. 

Por qué hoy me cae de repente encima la vejez es una impresión que me viene zahiriendo todo el día. Puede que a causa del rostro inexpresivo que veo reflejado en el espejo, acaso este tono aguardentoso de voz, o bien el aullido de un tirón muscular en el costado. Justificaciones. Ha sido a raíz de levantarse la mujer, precipitada y mohína, alejándose con brusquedad de mi lado. Ha sido tras la agitación de unos cacharros en la cocina, del golpeo de la tapa del inodoro, y un rastro descuidado de agua que ha quedado por el suelo. El frío inexplicable, repentino. El eco de unas palabras cínicas, pronunciadas con tono excitado. Martilleo de reproches, endurecido a través de un mensaje cruel. Después, apenas las sensaciones. Inmediatas, dolorosas. El vacío. La sospecha de que un aroma al que estaba acostumbrado, en el que yo mismo había habitado, se haya diluido para siempre entre mis sábanas. El temor al no retorno. ¿Son los lenguajes ocultos del cuerpo los que me atosigan, cargándome de ancianidad antes de tiempo? De la cabeza a los pies, un temblor fatigoso se hace presente. La lasitud me encoge. Es como si todo lo vivido con ella se hubiera retirado de improviso. Instalándose en esa estancia abrumadora llamada recuerdo. Dicen que así sucede cuando se apresura la muerte total. Acaso esto que me ocurre, que nos ocurre, es también una expresión anticipada de la muerte física. Porque, ¿no muere uno cuando padece la pérdida de una parte decisiva de sí mismo?

Ceniza de los días exultantes. No sé interpretar la huida de quien ha compartido complicidad y disfrute conmigo. ¿Qué faceta de mí no le ha gustado? ¿Acaso haber preservado con excesiva discreción mi pasado? ¿No haber sido lo suficientemente elocuente y sincero? ¿Se ha percatado ella de que soterro emociones tras el despliegue de mi condescendencia carnal? ¿Sospecha que oculto un oficio menos digno tras mis comportamientos ordinarios? Preguntas que me hago a mí mismo de manera vertiginosa, horrorizado por ejercer de psicólogo sobre mi propio carácter. Yo, que tanto odio esa profesión.




17 de marzo de 2016

La redada



(René Groebli)


Nacemos para la muerte, bramó el sumo sacerdote desde las gradas del templo. Hubo un silencio que encogió aún más la naturaleza de los obligados acólitos. Aquella gente, sumisa por circunstancias forzadas, no estaba acostumbrada a tal clase de imprecaciones. Acaso por esa razón la voz de trueno y la sentencia rigurosa del clérigo les perturbó. Estaban allí a causa de la redada que había tenido lugar en todos los antros de la ciudad, a excepción de aquellos locales de clase alta que exhibían su hipócrita rótulo de espacios reservados y que eran intocables. Los tugurios fueron registrados palmo a palmo por las huestes clericales y se había conducido por la fuerza hasta la magnificente seo a tahúres, prostitutas, clientes, rufianes, beodos asiduos, sicarios, traficantes de vicios mayores y menores y delincuentes de infame ralea. 

Nacemos para la muerte, que nadie lo dude, insistió con voz suavizada el predicador y añadió con tono profético: pero morimos para la vida. Nadie de los presentes le entendió. Quien más o quien menos dio vueltas en su magín al oculto significado de aquella frase que parecía sacada de lo más profundo de los libros sagrados. Suena bien, dijo uno de los apresados al que tenía al lado. Pero, ¿qué ha querido decir?, respondió el de atrás. Me gustaría morirme entre alcohol y putas, soltó el que despedía un tufo ácido desde lo más hondo de su estómago. Pues a mí no me importaría correr el peor de los riesgos por conseguir los tesoros que debe tener este vocero, comentó sarcástico el especialista consumado en asaltos. 

El alto clérigo, en aquel cuchicheo sordo creyó percibir la inquietud de la masa. Ya van encarrilados, pensó. Y se deshizo en una catarata de recomendaciones ásperas. Tenemos que purificaros, dijo, y se corrigió. Tenéis que purificaros, tenéis que limpiar vuestros espíritus y cambiar vuestras actitudes para que no muráis antes de tiempo. Y lo trágico no sería que desaparecierais, pues la sociedad agradecería la limpieza, sino que unierais el destino malogrado que os ha marcado en vida a la desdicha de la condenación, donde lo peor no es tal sanción sino vuestra negación eterna. 

La turba allí domesticada siguió sin entender a aquel personaje, pero en voz baja alabaron su buen decir y la facilidad de palabra. Debe desear para nosotros algo bueno, pensaron muchos. Asomaron las primeras lágrimas, las fáciles, entre los más débiles. Otros cayeron en una profunda introspección en la que no se sabía si lo que cundía era miedo, el arrepentimiento de sus conductas díscolas o el tanteo para sortear aquel destierro que no les proporcionaría ya placeres sino dolor e insatisfacción. A uno de los indóciles, aprovechando una pausa motivada por la contención de un gargajo por parte del orador, se le ocurrió alzar prudente la voz. Preguntó. Si nos corregimos y expiamos, ¿podremos ser modelos para otros pecadores? Todos temieron que la pregunta, un tanto soberbia, irritase al clérigo. Pero, de pronto, éste se dulcificó, contempló de un extremo a otro a la grey, pasó revista con la mirada a cada una de sus ovejas. Todos vieron cómo el férreo pontífice de la advertencia se emocionaba. Miradme a mí, dijo atemperado. ¿Pensaríais que yo fui una vez como vosotros? Todos se sorprendieron y turbados negaron con la cabeza. Pues bien, lo fui. Yo y la mayoría de los que fueron un día ungidos como yo.

La tensión se propagó bajo la sobrecogedora bóveda. Algunos cayeron genuflexos, como si las palabras escuchadas sonaran a revelación. Clamaron a gritos que se arrepentían de su pasado. La mayoría, viendo oportunamente una salida a su detención, se sumó con toda clase de manifestaciones grotescas y exculpatorias. Perdón, padre rector, queremos entrar en vuestro predio de bondad, vociferaban con falsa compunción. Entonces el sumo sacerdote se conmovió, su cuerpo entró en convulsiones, el verbo ducho se le bloqueó y no supo sino repetir nerviosamente una vez tras otra: yo fui como vosotros, yo fui como vosotros. 





9 de marzo de 2016

Muda



(Antoine D'Agata)



Hueles acre cuando te aprietas contra mi cuerpo, y me dices no des la luz, me dices deja que sientan mis sentidos como si no fueran míos, que no nos veamos el uno al otro bajo ningún prisma luminoso, que no sepamos quiénes somos, que compruebe tu cara con mis manos, son mis dedos, dices, los que te dibujan, los que afilan los perfiles de un rostro que habla y que mira y que jadea, porque me gusta marcar tus contornos, y donde no llegue con mis palmas, afirmas, llegaré con mi cuerpo cambiante, mi cuerpo que se estira para que tú te extiendas, que se impone al tuyo para que se deshaga en el vacío y se recomponga dentro de mí, así hablas con ese tono firme pero deslizante, y yo me acojo a tus órdenes, y deseo cumplir los trabajos que me impones, mis labios se resecan con la sal que emite tu piel, me da tanta sed el perímetro resbaladizo de tu cuerpo, quiero sujetarme a ti pero patino sobre tu carne que muda, que pierde sus asperezas, imperceptiblemente al principio, luego me diluyo, y la humedad acerba que excretas se apropia de mi identidad, y vas y me dices lenta, apagada casi, nos hemos perdido en un espacio en el que no nos reconocemos tal como éramos cuando llegamos aquí, te das cuenta, y yo digo que sí pero que no siendo ni uno ni otro también sentimos, y dices que sentir no necesita nombres ni imágenes ni tiempo, nada de eso basta para llegar más lejos, llegar a lo desconocido solo puede ser si no se pretende llegar a ninguna parte, y tu palabra alargada me convulsiona, es como si diseñaras un mundo con mi cuerpo que no hubiera imaginado, y al guiarme a través de tu verbo exacto y al afirmarme en tus sugerencias se produce en mí una identidad nueva, que no exige, que no compromete, que no crea dependencia, verás que sin verme te ves, dices contundente, y retrayendo tu lengua bífida que aún afilaba mi piel dejas caer junto a mi oreja una definitiva sentencia, ves qué fácil ha sido abandonar nuestro cuerpo de víboras y amarnos como humanos, y ambos derivamos nuestras lenguas múltiples en un solo manantial.