(Bernard Plossu)
Hoy es el primer día que me siento viejo. No, no pregunten por mis años. Tengo una edad y he perdido otra.
La edad no es estable, ni se trata de una cifra. Es una mutación, un trazado confuso cuya marca se emborrona. Otros dirán que es una línea que sucede a otra línea, al modo de un hexagrama chino, pero cuya interpretación resulta más dificultosa e incierta. No lo sé. Nunca sabemos con exactitud en qué línea estamos y mucho menos en que tramo de ella, si es que la línea es el modelo por excelencia de una imagen rectilínea. Yo no lo creo. No veo el tiempo como una geometría única aunque vaya en una dirección inexorable. A veces sus perfiles se difuminan, otras se hacen evidentes. Soslayamos lo curvo, pensando que nos aleja y saltamos sobre lo lateral, como si no fuera con nosotros. Error. Sus contornos nos asombran con redondeces que enriquecen nuestra existencia, nos conducen a lo imprevisto, nos sorprenden con cortes que hieren, o toman la disposición de aristas extrañas que dificultan la marcha y nos desvían. Tantas veces lo que parece un callejón sin salida nos depara un nuevo mundo... Si por algo se califica la edad es por ser solo una palabra, bastante trivial por cierto. O por ser un lugar inaprensible, ausente.
Eso me parecía hasta ahora, en los momentos que me entrego al filo despiadado de las reflexiones. En ocasiones te has puesto a meditar sobre la dimensión del tiempo, me digo, y te has perdido en la disolución del discurso. Ahora es cuando te das cuenta de que el perímetro de los días se desestabiliza como nunca lo hizo antes. Jamás te acuestas del mismo modo que ayer ni amaneces con el mismo talante. Aparentemente sí. Pero eso no es el tiempo, es la circunstancia, una manera de estar a caballo, no se sabe si al paso o al trote, entre el espacio de los cuerpos y el tránsito temporal de los compromisos y las exigencias.
Por qué hoy me cae de repente encima la vejez es una impresión que me viene zahiriendo todo el día. Puede que a causa del rostro inexpresivo que veo reflejado en el espejo, acaso este tono aguardentoso de voz, o bien el aullido de un tirón muscular en el costado. Justificaciones. Ha sido a raíz de levantarse la mujer, precipitada y mohína, alejándose con brusquedad de mi lado. Ha sido tras la agitación de unos cacharros en la cocina, del golpeo de la tapa del inodoro, y un rastro descuidado de agua que ha quedado por el suelo. El frío inexplicable, repentino. El eco de unas palabras cínicas, pronunciadas con tono excitado. Martilleo de reproches, endurecido a través de un mensaje cruel. Después, apenas las sensaciones. Inmediatas, dolorosas. El vacío. La sospecha de que un aroma al que estaba acostumbrado, en el que yo mismo había habitado, se haya diluido para siempre entre mis sábanas. El temor al no retorno. ¿Son los lenguajes ocultos del cuerpo los que me atosigan, cargándome de ancianidad antes de tiempo? De la cabeza a los pies, un temblor fatigoso se hace presente. La lasitud me encoge. Es como si todo lo vivido con ella se hubiera retirado de improviso. Instalándose en esa estancia abrumadora llamada recuerdo. Dicen que así sucede cuando se apresura la muerte total. Acaso esto que me ocurre, que nos ocurre, es también una expresión anticipada de la muerte física. Porque, ¿no muere uno cuando padece la pérdida de una parte decisiva de sí mismo?
Ceniza de los días exultantes. No sé interpretar la huida de quien ha compartido complicidad y disfrute conmigo. ¿Qué faceta de mí no le ha gustado? ¿Acaso haber preservado con excesiva discreción mi pasado? ¿No haber sido lo suficientemente elocuente y sincero? ¿Se ha percatado ella de que soterro emociones tras el despliegue de mi condescendencia carnal? ¿Sospecha que oculto un oficio menos digno tras mis comportamientos ordinarios? Preguntas que me hago a mí mismo de manera vertiginosa, horrorizado por ejercer de psicólogo sobre mi propio carácter. Yo, que tanto odio esa profesión.
Ceniza de los días exultantes. No sé interpretar la huida de quien ha compartido complicidad y disfrute conmigo. ¿Qué faceta de mí no le ha gustado? ¿Acaso haber preservado con excesiva discreción mi pasado? ¿No haber sido lo suficientemente elocuente y sincero? ¿Se ha percatado ella de que soterro emociones tras el despliegue de mi condescendencia carnal? ¿Sospecha que oculto un oficio menos digno tras mis comportamientos ordinarios? Preguntas que me hago a mí mismo de manera vertiginosa, horrorizado por ejercer de psicólogo sobre mi propio carácter. Yo, que tanto odio esa profesión.