"Todo lo interesante ocurre en la sombra, no cabe duda. No se sabe nada de la historia auténtica de los hombres."

Louis-Ferdinand Céline, Viaje al fin de la noche.



29 de mayo de 2016

El mal



(Jorge Molder)


No he dormido nada en toda la noche. El diagnóstico se hendía en mi mente como un puñal curvo. Las palabras pronunciadas ayer por el médico han hecho más oscuro cada minuto: no digo que no tenga solución lo suyo, pero no quiero tampoco que se engañe. Engañarme. A estas alturas de mi vida, acuciada por un número sucesivo e inagotable de falacias y celadas, pretenden aconsejarme la verdad. Mi propio mal puede ser la verdad. La única que tendré que asumir y ante la que me doblegaré como una pieza de caza abatida a medida que mis entrañas se desgarren. Crees que nunca va a llegar, que los secretos de la parte turbia de tu cuerpo no van a ser jamás revelados. Lo oías sobre otros y a ti te parecía estar a salvo.

Si algo tiene de cruel la noche insomne es que confunde y provoca. Acelera los latidos de la obsesión y del desconcierto. Activa el sentimiento ridículo de una culpabilidad que creías superada. Entonces piensas con una afectación malsana: yo he provocado mi propio mal. Te pones a revisar cada paso en falso, cada episodio de riesgo, cada práctica nociva de la que no se te hubiera ocurrido pensar que iba a dejar huella en ti. Aquellas correrías abusivas, tantos excesos que no te dejaban descansar lo suficiente, las demasiadas aventuras en que te ibas maltratando sin aceptarlo. La noche trae hasta ti a los personajes depravados de la vida, con los que te dejaste llevar sin límite. También se manifiestan los angelicales. Presencias inocentes, seres severos pero bondadosos, amigos altruistas, amores que, incautos, confiaron en tu entrega. Aparecen en la vigilia atormentada para ponerte en vergüenza y echarte en cara no haber corregido tu rumbo a tiempo.

La tabla de salvación que pretendiste llegó tarde. Ya estabas demasiado tocado para intentar la nueva vida de orden que aparentaste a los ojos de los demás. Es lo que tiene el mal, que te pone a repasar tu existencia, buscando claves del pasado. Pero tú estás aturdido, no te aceptas. Es lo que tiene la noche, que se alía con el mal y lo potencia. Los pensamientos se manifiestan como fogonazos y la cordura es vencida por una sensación de angustia que no sabes reconducir. Que no me engañe, pero que confíe en la ciencia, me recomiendan. De este modo se ha cerrado el discurso en boca del médico. Y me consuelo: al menos sus palabras deben servir para que tenga claro de modo definitivo que he traspasado un límite que probablemente hacía mucho tiempo que había transgredido. Me enojo hasta tal punto que mi habitante paralelo me llena de reproches. También de miedo. Siempre tememos afrontar nuestros fracasos, y el mal es uno de ellos. Acaso el más traidoramente justiciero. El que te sentencia. ¿Sirve de algo ahondar ahora en las vivencias que quedaron atrás? ¿Se salva uno por diseccionar las conductas que desviaron? ¿Es útil pedir perdón al individuo que pudo ser de otra manera y devino en la que te hace ahora padecer? Cualquier simulación mental sobre lo que podría haber hecho bien y no hice hará más profunda la herida del desasosiego.

Cuando amanece la habitación huele acremente. Percibes la pesadez de tus párpados. ¿Será el mal? Miras tu cuerpo, sudado pero sin marcas de eso que dicen que tienes. Tratas de recordar la consulta sanitaria del día anterior, pero las imágenes se muestran borrosas. Olfateas las sábanas, te reconoces en ellas, no te ves otro. Alguien te dijo una vez que la enfermedad es el otro. Tú le respondiste: no sé ser yo si no soy el otro. Mueves los brazos, extiendes las piernas, pasas la mano por tu piel en un ejercicio de reconocimiento. La capacidad de tacto que posees se desarrolló desde la infancia como un lenguaje clarividente. Una herramienta provechosa de conocimiento y, cómo no, de placer. Expulsas el aliento de modo compulsivo y la bocanada revierte como un bumerán del que te sabes propietario. No sientes la necesidad de abrir las ventanas para airear el ambiente. No deseas moverte con el fin de evitar que lo que aún permanece indemne se altere dentro de ti. No quieres que la parte más umbilical de tu pasado antiguo escape de tu cuerpo, donde dicen que se agazapa un mal del que no estás seguro si te lo han descubierto o si solo ha sido el dibujo caprichoso de una pesadilla premonitoria.




   



16 de mayo de 2016

Compartición





Amo el maniquí. Su presencia respeta mis días y acoge mis noches. La claridad que emana de él es imperturbable. Incluso en medio de la oscuridad, cuando apago la luz, permanece fiel. Siempre lo he tenido como guardián de mis desventuras y cómplice de mis placeres. Cuando me he sentido vacío he contemplado su serenidad y me ha llegado una voz recóndita alentándome. Si la euforia me embarga percibo que él también se alegra. Los días no pasan por sus facciones hermosas ni alteran el porte estilizado de su figura. Pero últimamente tengo la sensación de que me acecha. ¿No estará conforme con el papel contemplativo y trata de romper su propio molde? Me envía mensajes equívocos. Al despertarme en la negrura de la habitación su rostro destaca con una albura perfecta. Me concentro en leer y hace girar de modo imperceptible y pausado su cuerpo de maniquí como si quisiera seguir mi lectura. Si hablo por teléfono se dobla tratando de captar la conversación. Al estirar mis brazos para relajarme da la impresión de que aquellas manos de dedos exquisitamente cuidados se extienden a su vez para rozar las mías. Y esta conducta paralela de un ser inerme genera una dependencia casi marital con él.

Mi amiga oriental ha venido unos días a visitarme. Sabe cuánto me gusta coleccionar objetos que se tiran y cómo los doto de nuevos significados. Dice que todo lo que se ampara de cuanto otros desechan es como si se estrenara. Al no dejar a la intemperie o para el basurero este maniquí, dice con sorna, es como si hicieras caridad. Aunque creo que lo tienes demasiado mimado. Y además puesto que todas las noches las pasas con él, seguro que sabe de ti más que yo misma, dice incisiva mirando de reojo a la figura inmóvil. Le sacaré de la habitación mientras pasas conmigo estos días, le he respondido con apuro a mi amiga. No, se ha apresurado a responder tajante, ni se te ocurra. Será como otro amante, un amante pasivo. Que mire, que se estremezca, que pase envidia, que disfrute como un voyeur en la penumbra.

Me da miedo mi amiga cuando habla de este modo, sin caer en la cuenta de que la enigmática efigie se entera de todo. El maniquí es una decoración, le digo, entre tú y yo sobra, de la misma manera que son secundarios los demás objetos de la casa. Pero mi amiga insiste en jugar conmigo. ¿Qué temes? ¿Que tengas que elegir entre ella o yo? En mi país no concedemos tanta importancia a las imágenes, no nos importa que nos observen, que nos vean comer, reñir, emocionarnos, hacer el amor. Las llevamos tan incorporadas que no hay distancia. La distancia siempre separa y nos hace extraños. Nuestras imágenes se alimentan cuando nosotros comemos, ríen cuando reímos, trabajan cuando nos sumergimos en nuestros oficios, se excitan cuando retozamos, repiten los mantras cuando nosotros los recitamos. Mi amiga habla con un tono firme, casi convincente. Ganas me dan de recordarle que yo no soy un oriental y que estoy acostumbrado a los distanciamientos, aunque no repudie la proximidad. Pero callo. Hay algo en la propuesta de mi amiga que me invita a dejarme llevar.    

Tu madurez te hace tan hermosa, digo a mi amiga mirando el eje de sus ojos curvados. La música es tenue, ni antigua ni moderna. El sake que hemos bebido con la cena es tan lábil como afilado cuando recorre nuestras venas. La mujer, ungida por el mismo ardor, sabe que ha llegado el momento de dejarnos fluir el uno en el otro. Ella desea exigirme y a su vez exigirse. No estés tenso, me recomienda con dulzura. Mires o no mires al maniquí su presencia es inevitable entre nosotros dos. No podrás evitarlo. La conducta cariñosa de mi amiga desplaza mi incomodidad. Ya verás, me dice al oído, cómo no distinguirás si soy yo la que atravieso tu cuerpo o él quien se te ofrece. Me sorprendo de que mi extrañeza se diluya. No es el sake, no es el calor de la cena, no es la manera de rodearme mi amiga con su cuerpo, no es su voz que se apoca lentamente para convertirse en una especie de arrebato en que la musicalidad la ponen nuestros sentidos. Ambos flotamos sabiendo que, de alguna manera, somos tres. 

Cuando he despertado el sol arañaba las hojas de la persiana. No he roto el silencio pronunciando nombre alguno. Ni mi amiga oriental ni el maniquí habitaban ya la tibia soledad de mi cuarto.






1 de mayo de 2016

Desde las vísceras



(Karin Székessy)



Sé que no te esperabas esto, maldito. Puedes pensar que es mi manera de resarcirme de tu crueldad. Deberías agradecérmelo. Podría haber sido más contundente, pero debes vivir para padecer. Nunca sabrás en tu carne cómo me sentí yo todo el tiempo que te apoderaste de mi vida con total impunidad. ¿Te paraste a pensar en el mal que causaste a otros con mi desaparición, y que todos pensaron que había sido definitiva? El cuidado de la imagen externa y la culta exhibición de convivencia en los círculos de gente tan falsa como tú podía engañarles a ellos. Pero en las horas de tu actividad monstruosa, proyectabas tu verdadera identidad, transgrediendo mi cuerpo y el de otros con absoluta vileza. ¿Te satisfizo eso alguna vez? La excusa era sacarme información, obligarme a confesar lo que no era, forzarme a implicar a otras personas que eran tan inocentes como yo. Ni tú ni tus secuaces os creíais nuestra supuesta culpabilidad. No te ocultes tras tus jefes y sus órdenes. A ellos solo les importaba un castigo ejemplar, sin reparar en consecuencias. Más bien tratando de que se produjera el mayor exterminio posible. Enrolado voluntariamente en ese plan infame, yo, tu hembra única, como me denominabas, carente de la libertad más elemental de mí misma, fui un objeto para tu persistente depravación. Miserable, secuestraste mi edad, me arrancaste de la gente querida, me negaste la luz, me privaste de alimento, me condenaste a las noches de las alimañas, desvaneciste mi conciencia, anulaste mi voluntad, me entregaste a las bestias, deshiciste mi cuerpo, hurgaste en mis entrañas. De qué manera envidié la fragancia de la primavera cuando penetraba por las rendijas de mi cautiverio. Nunca sabrás en ti mismo cómo una saliva indeseable puede humillar la piel. Cómo una voz lasciva puede herir los oídos de quien es forzado. Cómo la amenaza puede quebrar la resistencia. Cómo los tormentos más sofisticados pueden aterrorizar los profundos rincones de la mente. Cómo la violación puede hacer odiar el disfrute de la vida. Llagaste con tus manos bárbaras cada palmo de mi cuerpo, maltrataste hasta el extremo mi desnudez. ¿Pensabas que yo iba a ceder a tus malévolos deseos? Podría hacer una descripción detallada del horror, pero lo resumiré diciendo que tú mismo eras horror. El hombre en el que todo eran sonrisas, que seducía a las bellas mujeres de aquella corte de delincuentes desprendiendo bonhomía, trocaba cada jornada sus composturas al atravesar aquel antro de criminalidad legal. El canalla que habitaba en ti se crecía y desplazaba la otra faz. Allí, conmigo, mostrabas el único rostro con el que crees sentirte consistente. Un rostro que un día se volverá contra ti mismo. 

Te he robado a la novia, pero no te preocupes, la compensaré de tu engaño. Es mi modo de vengarme y de recuperar algo de mi vida, que tú, infame torturador, destrozaste.