(Katsushika Hokusai)
El anciano filósofo Zheo, que observa desde la orilla del camino el paso de las trabajadoras, interrumpe su canto acorde. ¿Sabéis que antes de que nacierais vosotras ya existía el canto? No somos tontas, maestro. Nos acunaron con canciones, dice la más atrevida del grupo. ¿Sabéis que al cantar salen los malos humores del cuerpo?, insiste. ¿Usted cree que cantamos acaso para ser más ricas?, dice una ingeniosa. Todas se echan a reír. El filósofo no cesa. ¿Sabéis que con la canción rozáis la condición de los dioses? No llegamos a tanto, dice una de las mujeres con más carácter. Nos conformamos con impresionar a un molinero o a un obrero de la serrería para que nos mime. Y el coro de la canción se troca de nuevo en coro de risas. ¿Sabéis que las canciones dan amor incluso al que menos amor recibe?, eleva el tono provocador el anciano. Nosotras sabemos muy bien cantar la canción de nuestro cuerpo para ser amadas, le mantiene el pulso con desparpajo la que va a la cola de la fila. El buen Zheo se siente cada vez más filósofo. ¿Sabéis que el canto canta a la pérdida más que a lo que se posee? A nosotras nos gusta sobre todo cantar a lo que no tenemos y preferiríamos tener aunque luego cantásemos lo perdido, le replicó descarada la que más razonaba de todas. Por un momento el viejo Zheo, al que se tenía por sabio, bajó la cabeza haciendo gestos de afirmación con ella. Luego la alzó y se dirigió por último a las mujeres. Bien, puesto que veo que tenéis respuestas para todo no interrumpo más vuestra marcha. Con gusto iría con vosotras si mis piernas me lo permitieran. Yo también necesito vuestras canciones para convencerme de que debo seguir sintiendo la vida. Entonces ellas agitaron las manos en homenaje. Ahí tiene toda la razón, maestro Zheo, respondieron gozosas. Cantamos y cantaremos para sentir a cada instante la vida.
(Hay filósofos reconocidos que no dejan de ir, cuando otros ignotos no cesan de estar de vuelta)