(Katsushika Hokusai)
¿Quién vive en lo alto del risco?, pregunta el célebre arquitecto Masaoka a los funcionarios de la prefectura que le acompañan en la visita a la zona. Un modesto artesano, le responden. El arquitecto se atusa la barba. Me gusta. Que alguien humilde pueda aspirar a acercarse a los cielos le honra. Y si lo hace junto a una cascada le envidio. Ya quisiera yo vivir ahí.
Sus acompañantes se miran unos a otros, desconcertados por la ocurrencia, ocultando las risas. Un técnico joven y ambicioso que aspira a asentarse en la Corte, donde Masaoka es tan estimado como reconocido, osa cuestionarle. Pero señor, es un lugar agreste y de difícil acceso. Un dignatario de carrera como usted, ¿podría soportar las incomodidades? ¿Le sería práctico? ¿Honraría a sus conocimientos con el retiro a este paraje trivial perdido en lo más apartado? Le doy la razón, responde el arquitecto, en cuanto a la ubicación abrupta. También en que se trata de un paraje que no suele aparecer en los mapas. Pero de ningún modo puedo estar de acuerdo en que se trata de un paisaje trivial. Pues, ¿qué es lo práctico? ¿Aquello que gira solamente en torno a la vida económica de una región? ¿Cuanto transcurre entre los muros de una urbe? ¿Lo que se halla en la proximidad de los gobernantes y sus caprichosas disposiciones? Y lo trivial, ¿no es todo cuanto, como en este caso, no ha sido intervenido por la voluntad humana transformadora, tantas veces desacertada y perjudicial? Sin duda lo práctico se abre paso por doquier y marca la riqueza y su distribución entre los habitantes de un territorio. Pero hay otro sentido de lo práctico que se oculta en los espacios más extraviados y desconocidos. Que solo son habitados o concurridos por gentes sencillas que viven del día a día. ¿Acaso no confluyen en este rincón los elementos que siempre se han considerado nutrientes de la existencia? ¿No están ante nosotros las fuerzas vivificadoras? ¿No recurren al agua, a la piedra, al árbol o al viento los sentidos con el fin de percibir tanto la belleza como la armonía del mismo funcionamiento terrestre? En definitiva, ¿dónde podría yo encontrar mejor inspiración que en el casamiento entre las formas del relieve y el fondo sencillo de un cobijo que se muestra ante nuestra mirada?
El joven que trata de marcarse méritos todavía se resiste a la argumentación del arquitecto. Usted, maestro Masaoka, que construye para el emperador y los príncipes, tiene designios más elevados. ¿Se le ocurriría traer aquí a vivir al mandatario más excelso en nombre de unas ideas tan espirituales? Masaoka hace un gesto irónico. No soy quién para traer a un lugar como este u otro cualquiera a quien me otorga reconocimientos y me da el trabajo. Ni siquiera para proponérselo, pues entiendo las funciones que desarrollan quienes tienen que vivir pendientes de la gobernación. Pero la visión de este lugar, mi joven ayudante, ha penetrado en mi mente y la ha enriquecido. Y mi mente dice que puedo llevar lo que veo hasta los dominios del Emperador. ¿No se ponen ordinariamente la ciencia y la técnica al servicio de los palacios o de los edificios de la burocracia? ¿No median ellas en el ordenamiento de las ciudades? ¿No serían las mejores aliadas para representar en Edo o Kyoto lo que aquí y ahora mismo admiramos como un don de la propia naturaleza? Respetemos este entorno y llevémoslo a través de nuestros saberes y nuestro ingenio hasta las ciudades para que estén menos huérfanas.
(De aquellos orígenes ancestrales proceden las ideas que la mano del hombre ejecuta)
Sus acompañantes se miran unos a otros, desconcertados por la ocurrencia, ocultando las risas. Un técnico joven y ambicioso que aspira a asentarse en la Corte, donde Masaoka es tan estimado como reconocido, osa cuestionarle. Pero señor, es un lugar agreste y de difícil acceso. Un dignatario de carrera como usted, ¿podría soportar las incomodidades? ¿Le sería práctico? ¿Honraría a sus conocimientos con el retiro a este paraje trivial perdido en lo más apartado? Le doy la razón, responde el arquitecto, en cuanto a la ubicación abrupta. También en que se trata de un paraje que no suele aparecer en los mapas. Pero de ningún modo puedo estar de acuerdo en que se trata de un paisaje trivial. Pues, ¿qué es lo práctico? ¿Aquello que gira solamente en torno a la vida económica de una región? ¿Cuanto transcurre entre los muros de una urbe? ¿Lo que se halla en la proximidad de los gobernantes y sus caprichosas disposiciones? Y lo trivial, ¿no es todo cuanto, como en este caso, no ha sido intervenido por la voluntad humana transformadora, tantas veces desacertada y perjudicial? Sin duda lo práctico se abre paso por doquier y marca la riqueza y su distribución entre los habitantes de un territorio. Pero hay otro sentido de lo práctico que se oculta en los espacios más extraviados y desconocidos. Que solo son habitados o concurridos por gentes sencillas que viven del día a día. ¿Acaso no confluyen en este rincón los elementos que siempre se han considerado nutrientes de la existencia? ¿No están ante nosotros las fuerzas vivificadoras? ¿No recurren al agua, a la piedra, al árbol o al viento los sentidos con el fin de percibir tanto la belleza como la armonía del mismo funcionamiento terrestre? En definitiva, ¿dónde podría yo encontrar mejor inspiración que en el casamiento entre las formas del relieve y el fondo sencillo de un cobijo que se muestra ante nuestra mirada?
El joven que trata de marcarse méritos todavía se resiste a la argumentación del arquitecto. Usted, maestro Masaoka, que construye para el emperador y los príncipes, tiene designios más elevados. ¿Se le ocurriría traer aquí a vivir al mandatario más excelso en nombre de unas ideas tan espirituales? Masaoka hace un gesto irónico. No soy quién para traer a un lugar como este u otro cualquiera a quien me otorga reconocimientos y me da el trabajo. Ni siquiera para proponérselo, pues entiendo las funciones que desarrollan quienes tienen que vivir pendientes de la gobernación. Pero la visión de este lugar, mi joven ayudante, ha penetrado en mi mente y la ha enriquecido. Y mi mente dice que puedo llevar lo que veo hasta los dominios del Emperador. ¿No se ponen ordinariamente la ciencia y la técnica al servicio de los palacios o de los edificios de la burocracia? ¿No median ellas en el ordenamiento de las ciudades? ¿No serían las mejores aliadas para representar en Edo o Kyoto lo que aquí y ahora mismo admiramos como un don de la propia naturaleza? Respetemos este entorno y llevémoslo a través de nuestros saberes y nuestro ingenio hasta las ciudades para que estén menos huérfanas.
(De aquellos orígenes ancestrales proceden las ideas que la mano del hombre ejecuta)