(Eikoh Hosoe)
La diferencia entre la largura de los dedos de Ito y los de Tatsuaki es mínima. También se asemejan en la delgadez. Puestos en paralelo no se distingue en ellos tamaño ni peso. No así su conservación, tersos y rectilíneos los de la chica, arrugados y ligeramente corvos los del anciano. Pero cuando se tocan no hay división en las sensaciones. O bien si en la primera percepción les choca un poco su roce tienden a compensar la diferente textura. Por distintos motivos el hombre y la mujer agradecen el tacto enfrentado y obtienen el punto placentero que cada uno desea percibir del otro. Shintaro Tatsuaki retiene en su cuerpo a través de las yemas de la chica el lenguaje iniciático de los sentidos, que creía olvidado. En Ito Kabane la dulce herida del placer tiene lugar cuando él deja caer lentamente sus manos ásperas sobre cualquier espacio de su piel. Una experiencia que la estremece pero a la que se entrega sin dudar. Siempre quise amar un cuerpo rijoso y abrupto como el tuyo, dice la joven abiertamente. Y yo no dejar de gozar un cuerpo volátil y lúbrico como el que me ofreces, dice el viejo en un juego de contrapartidas que les aboca a ir más allá.
Tiempo de revelaciones mientras brindan con sake. Ella, cruzando las piernas sobre el tatami, ágil, esbelta, se deja servir. Nunca tan acogida como estando contigo, le dice al viejo. Nunca tan libre para explorar las distancias que el tiempo sitúa a los cuerpos, dice. No hay más sentido del brindis que el instante, dice el fotógrafo, arrodillado frente a la joven. Como el clic certero de una cámara, cuya extensión reside en la calidad de la toma, en que ese clic firme haya respondido al ojo que uno pone en el paisaje o en un rostro. Y dura para siempre. Yo ahora brindo para que estas horas duren incluso cuando las horas no existan, apostilla Tatsuaki. Pueden durar más que el instante, responde la mujer, porque nuestra pulsación ha sido certera. Tu sueño, Tatsuaki, recogía imágenes antiguas y probablemente mucho más sabias que las que yo puedo tener. Estoy segura de que tus sueños de esta noche se nutrían de tu propio oficio, de las hermosas fotografías que nuestros abuelos realizaban y a veces coloreaban. O de la literatura de la que te habrás empapado, algo en la que yo soy una neófita. Todo aquello andará perdido en tu subconsciente. Yo soy la actualidad tangible pero tus sueños aún no me reconocen porque todavía me posees y estoy cerca. Tatsuaki se conmovió al escucharla. Es tan segura cada afirmación de la chica, pensó. Sí, dijo con voz melancólica, los sueños vienen para compensar las carencias y para sustituir las pérdidas. Se sintió atrapado en el diálogo. Ito, lo que haya leído o visto o simplemente escuchado de viva voz, sumado a los vaivenes que nuestra sociedad ha sufrido en el siglo pasado, y aunque no todo lo hayas vivido en persona, juega malas pasadas. Quieres entender el mundo por medio de todo ello, pero los sueños no interpretan el mundo, lo transforman. Lo normal es que, como otras veces me ha pasado, uno sueñe con obreras o conductoras de tranvías o estudiantes o incluso con las enfermeras de aquella guerra que nos tocó casi al final a los de mi generación. Me cansé de fotografiar todo tipo de personajes de la vida ordinaria, pero la vida natural, la excepción que se ha apoderado de mí desde que te conozco ha buscado otros interlocutores oníricos. No me reprendas por ello. Soñar no es un acto voluntario. Llevarte a los sueños, aunque estés aquí, es una consagración.
Volvieron a alzar la taza y a rozar sus dedos mientras ejecutaban el ritual. Entonces, la joven preguntó. Me gustaría saber cómo amaba en tu sueño cada una de las mujeres que dices que tenían mi rostro. ¿Era la geisha la más sabia y aplicada? ¿O acaso la noble señora, alejada del guerrero, multiplicando sus fantasías de manera exquisita? ¿Pudo ser la joven campesina, que aparentaba recato y sumisión, la que más te complacía con su inocencia, tras la que ocultaba un larvado deseo? Al anciano fotógrafo le brillaron los ojos. Este es el instante que siempre recordaremos, dijo. Sí, respondió la modelo, el clic que nos hará permanecer. Pero no me has respondido, añadió.
Tiempo de revelaciones mientras brindan con sake. Ella, cruzando las piernas sobre el tatami, ágil, esbelta, se deja servir. Nunca tan acogida como estando contigo, le dice al viejo. Nunca tan libre para explorar las distancias que el tiempo sitúa a los cuerpos, dice. No hay más sentido del brindis que el instante, dice el fotógrafo, arrodillado frente a la joven. Como el clic certero de una cámara, cuya extensión reside en la calidad de la toma, en que ese clic firme haya respondido al ojo que uno pone en el paisaje o en un rostro. Y dura para siempre. Yo ahora brindo para que estas horas duren incluso cuando las horas no existan, apostilla Tatsuaki. Pueden durar más que el instante, responde la mujer, porque nuestra pulsación ha sido certera. Tu sueño, Tatsuaki, recogía imágenes antiguas y probablemente mucho más sabias que las que yo puedo tener. Estoy segura de que tus sueños de esta noche se nutrían de tu propio oficio, de las hermosas fotografías que nuestros abuelos realizaban y a veces coloreaban. O de la literatura de la que te habrás empapado, algo en la que yo soy una neófita. Todo aquello andará perdido en tu subconsciente. Yo soy la actualidad tangible pero tus sueños aún no me reconocen porque todavía me posees y estoy cerca. Tatsuaki se conmovió al escucharla. Es tan segura cada afirmación de la chica, pensó. Sí, dijo con voz melancólica, los sueños vienen para compensar las carencias y para sustituir las pérdidas. Se sintió atrapado en el diálogo. Ito, lo que haya leído o visto o simplemente escuchado de viva voz, sumado a los vaivenes que nuestra sociedad ha sufrido en el siglo pasado, y aunque no todo lo hayas vivido en persona, juega malas pasadas. Quieres entender el mundo por medio de todo ello, pero los sueños no interpretan el mundo, lo transforman. Lo normal es que, como otras veces me ha pasado, uno sueñe con obreras o conductoras de tranvías o estudiantes o incluso con las enfermeras de aquella guerra que nos tocó casi al final a los de mi generación. Me cansé de fotografiar todo tipo de personajes de la vida ordinaria, pero la vida natural, la excepción que se ha apoderado de mí desde que te conozco ha buscado otros interlocutores oníricos. No me reprendas por ello. Soñar no es un acto voluntario. Llevarte a los sueños, aunque estés aquí, es una consagración.
Volvieron a alzar la taza y a rozar sus dedos mientras ejecutaban el ritual. Entonces, la joven preguntó. Me gustaría saber cómo amaba en tu sueño cada una de las mujeres que dices que tenían mi rostro. ¿Era la geisha la más sabia y aplicada? ¿O acaso la noble señora, alejada del guerrero, multiplicando sus fantasías de manera exquisita? ¿Pudo ser la joven campesina, que aparentaba recato y sumisión, la que más te complacía con su inocencia, tras la que ocultaba un larvado deseo? Al anciano fotógrafo le brillaron los ojos. Este es el instante que siempre recordaremos, dijo. Sí, respondió la modelo, el clic que nos hará permanecer. Pero no me has respondido, añadió.