"Todo lo interesante ocurre en la sombra, no cabe duda. No se sabe nada de la historia auténtica de los hombres."

Louis-Ferdinand Céline, Viaje al fin de la noche.



31 de enero de 2016

Akiko y el profesor



(Daido Moriyama)


Los amores de Akiko con su profesor de lengua se iniciaron en un burdel. Él fue una tarde nevosa hasta el otro lado de la ciudad, se bajó en el apeadero de la vieja cementera y tomó la calle de los ferroviarios. En la casa le presentaron a Akiko. Ninguno de los dos exteriorizaron conocerse. Ni delante de la patrona y las otras mujeres, ni durante todo el tiempo que pasaron juntos. Mantuvieron la discreción, controlaron su mutua sorpresa, estuvieron en su papel. Ella olió enseguida que el profesor no era ningún novicio, no obstante los prudentes modales de éste. El hombre no se encontró con la alumna torpe que le sacaba de sus casillas; lo dedujo por aquella insinuación con que le recibió. Akiko estuvo tentada a ponerle a prueba. Hoy vas a ser mi cliente insatisfecho, urdió para sí mientras ajustaba el reloj. Pero el profesor, que ella había tomado por avezado, optó por quedarse inerte. Ninguno de los dos parecía urgir al otro. Permanecieron vestidos, tomaron sake, y la mujer encendió un cigarrillo ruso del paquete olvidado por otro cliente.

El profesor y Akiko se tantearon con miradas fugaces, disimuladas. Fueron cautelosos y abrieron un territorio de nadie. Relajado, expectante, mudo. Cierto que ambos hervían de curiosidad por llegar el uno al otro. Mas para ello tenían que desprenderse de sus personalidades anteriores. Ni el maestro podría enseñar ni la alumna sabría aprender. Los roles que les denunciaban debían quedar apartados. No se decidían a dar el paso como aquellos que se están conociendo por primera vez para un intercambio mercantil pasajero, que no compromete a más. No, en modo alguno la situación les resultaba incómoda. Para ella, porque el hombre ya había satisfecho el servicio y podía apurar su tiempo de manera inactiva. Para el profesor, porque no se recuperaba del estupor y el deseo había sido desplazado. Se siguieron observando sin prisa, con mayor decisión, con gestos sordos, ella recostada en la cama y él sentado en un sillón americano.

A medida que los ojos del hombre buscaban más insaciablemente los de la mujer, el silencio se volvió intenso, incluso activo. Akiko observó al profesor de lengua pronunciando en su interior un vocabulario apropiado, fijando una sintaxis apasionada que no expresó con voz. Más allá de la canosidad del hombre, del ligero encorvamiento de la espalda, de los ojos ahogados por la miopía de los años. Miraba los labios carnosos, casi occidentales, y la mueca sonriente que el hombre abortaba con frecuencia y que le atraía con fuerza. El profesor veía a la estudiante como si ambos estuvieran en clase, pero con la libertad que da un ambiente diferente. Fue también más lejos. Reparó en sus pechos delicados, enmarañó su mirada con el cabello de ella, hizo de su boca un pensamiento que se depositó recóndito en el cuello de Akiko.

Sin que ninguno de los dos tomara la iniciativa sintieron el agudo latigazo de la necesidad de conocerse íntimamente. Pero el mismo impulso que reprimían para aceptar el rol que deberían asumir en ese instante, les acercaba en otra dimensión que no parecía tener cabida en aquel ámbito. Se mintieron burdamente. Él dijo con aplomo forzado: nunca había estado en un sitio así. Ella dijo innecesariamente: yo no te conozco de nada. Pero ninguno se desvistió, ninguno acarició al otro, ninguno emitió una propuesta que hablara con palabras de carne. Sonó el contador del reloj. Akiko se levantó sin prisa y rozó la solapa del profesor. ¿Volverás?, murmuró en el oído del hombre.




23 de enero de 2016

La nueva diosa



(Gene Oryx)



Giorgio dei Parco, pintor secreto al servicio del Dux, recibió el encargo de pintar una representación femenina de nueva encarnación. Ni diosa de civilización antigua ni Virgen cristiana ni efebo angelicalmente reconvertido, la nueva imagen debía plasmar un concepto renovado de mujer que trascendiera la idea sublime pero distante que había sido aceptada hasta entonces. Ni las viejas divinidades matriarcales ni las nuevas vírgenes paridoras del Redentor expresaban ya el signo de los tiempos para la minoría culta de ciudadanos de la República.

El pintor favorito del gran mandatario buscó modelos por todos los rincones. Recorrió mercados callejeros, visitó casas de lenocinio, asistió a las grandes celebraciones de la corte, se introdujo en las estancias de príncipes, habló con pastoras púberes, visitó talleres de artesanos, platicó con las hilanderas, se desplazó a otras ciudades que rendían cuentas a la pujante República y llegó incluso a espiar en los gabinetes donde las modelos posaban para los pintores más solicitados. Por lo general fue discreto al observar a cuantas mujeres realizaban de mejor o peor grado sus tareas y se mostró expectante con cada rostro y cada actitud o simplemente con una pose de los cuerpos. Manifestó cautela con las más prudentes, desnudó a las descaradas, miró de reojo a las sujetas al hogar, tanteó a las campesinas, se refociló con las ansiosas, hizo propuestas a las desposadas más jóvenes. Tanto esfuerzo y, en ocasiones, sacrificio con tal de hallar en alguna de ellas una característica diferente. Perseguía una clave que le permitiera reflejar a la nueva mujer conforme a las caprichosas y confusas exigencias de los incipientes burgueses.

Un día, deambulando por los jardines de la villa que el Dux poseía fuera de la ciudad, Giorgio dei Parco observó que una joven mutilaba zarzales, efectuaba injertos, recogía flores e incluso limpiaba el suelo para que no se acumulase la hojarasca. Todo ello realizado con una calma y habilidad admirables. Se pasmó con los movimientos ágiles, casi musicales, que aquel cuerpo producía al ejecutar las labores. Parece mentira, pensó el pintor, que con la cantidad de trabajos que esta mujer acomete no pierda la serenidad ni altere su porte ni se advierta en su rostro malestar alguno. ¿Cómo lo haces? ¿Cómo logras desempeñar tanta actividad sin que muestres perturbación por ello?, le preguntó Giorgio a la jardinera. Debe ser la costumbre, le respondió la mujer. Pero hay hombres que no mantendrían el control que tú consigues, insistió el pintor. Muy pocos hombres se empeñan en una actividad que les enseñe a hablar de tú a tú con la naturaleza, sino que más bien se enfrentan a ella para domeñarla o devastarla, le respondió con entereza. 

Giorgio se dio cuenta entonces que lo que embellecía a aquella mujer no era un rostro extraordinariamente agradable o un cuerpo esbelto o un ejercicio cortés de la palabra, sino la quietud que transmitía. ¿Puedo hacer un boceto tuyo?, le pidió Giorgio a la jardinera. No es necesario que poses en estudio para mí, me basta conque me permitas observarte en otras ocasiones inmersa en tu tarea.

Cuando Giorgio dei Parco hubo terminado la obra se lo hizo saber al Dux. Este se presentó en el estudio del pintor. Se quedó de una pieza. ¿Dónde has encontrado tal modelo de mujer especial cuya belleza reside principalmente en la dulzura del sosiego?, le inquirió el Dux. En los jardines de su villa, Serenísima, es una de las jardineras, le confesó el pintor. El Dux no dijo más en aquel momento, pero pensó para sí: jamás se me hubiera ocurrido imaginar que una de mis hijas pudiera encarnar el símbolo de la nueva mujer. Los mitos del pasado nos han cegado hasta el punto de no dejarnos ver la hermosura inmediata de la calma.





17 de enero de 2016

El poeta confundido



(Óleo del Maestro de la Anunciación de los Pastores)



Recitaba una y otra vez los versos del poeta alemán. Oh, tú cuya ausencia trajo mis desdichas. El libro se resentía del tacto de sus manos. Nunca había podido entregárselo a la destinataria. Para él aquella poesía fue un descubrimiento que quería compartir. Cayó en su propia trampa. Nada es el amor si los amantes no participan de lo agradable que depara la vida, se decía. Oh, tú que hablabas por boca del Eros inequívoco. Y para él lo gratificante no era el mero deseo pasional o la aspiración a un amor que nunca le habría de corresponder o una profesión que acaba enajenando, sino la literatura. En ella veía el mundo a través de otros mundos que le ofrecían una variedad de territorios inalcanzables o de experiencias arriesgadas. Puestos a hacer ficción, elijo la que más posibilidades me da con el mínimo de daño, reconocía en sí mismo. Oh, tú que te revelaste para hacerme padecer. Pero aquel libro poemático, bien porque tuviera resonancia de sus vivencias frustradas, bien porque era un grito de dolor, se había convertido en un amuleto. Qué mejor talismán que las palabras hilvanadas por un poeta maldito, pensaba.  Oh, tú que de la carne que tanto te anheló hiciste cenizas

Leía de cabo a rabo el libro favorito y volvía a envolverlo cuidadosamente en el papel elegante, a la espera de hacérselo llegar a la mujer. Pero la mujer nunca acababa de llegar a él. La ausencia llevaba camino de la desesperanza y poco a poco del olvido. En ocasiones parecía que el libro perdería su cometido perpetuo de obsequio y desaparecería en un alejado anaquel de su biblioteca. Pero algo especial, acaso una asociación de ideas o un despertar súbito de madrugada o unas frases escuchadas en cercanía en la misma lengua que el libro suponían para él una revelación. Entonces interrumpía sus quehaceres y corría al mueble donde estaba guardado. Abría el cajón, cerraba la puerta, se sentaba bajo una luz tibia, casi melancólica, y se disponía a iniciar una nueva lectura. 

Y entonces aquellas páginas le aportaban nueva luz. Donde la última vez él percibía tenebrosamente un amor imposible leía ahora una llegada entusiasta. Oh, tú que te aproximas para ser mi benefactora. O cuando había leído que el amor no solo es quebradizo entre personas sino que además embate contra el mundo y sus circunstancias, él hallaba ahora una manera de reencarnarse. Oh, tú que te negaste a destruir la esencia del hombre de bondad que  hay en mí. Y cuando el poeta había relatado los tiempos afligidos que laceraron su vida ahora le parecía que el sentido aportaba un equilibrio que le compensaba con creces. Oh, tú que me elevas para elevarte. No daba crédito a que el libro, que tantas veces había leído con fruición rigurosa, pudiera ahora transmitirle un libro nuevo. Se quedó parado en la última página, perplejo, sin decidirse a cerrar el libro, como si temiera que al hacerlo los versos huyeran, ahora que había hallado por fin una lectura que le consolaba. Sin duda que la mujer está cerca y podré entregarle el hermoso poemario, llegó a pensar con entusiasmo infuso.    

Cuando dejó el libro sobre la mesa se contempló los dedos untados de tinta y al olerlos le pareció que se confundían dentro de él dos poetas.




8 de enero de 2016

Recuento



(Mimmo Jodice)


En la hora fatídica en que le sobrevenía con lentitud la muerte Onán Basterra revivió todos los momentos de felicidad vividos. Fue una carrera vertiginosa de recuerdos, un recuento fugitivo cuya claridad le embargó. Arrinconado en el lecho del asilo, desahuciado por los médicos y tan solo en manos de los últimos mimos de las cuidadoras, Onán Basterra fue desgranando en su interior, con una memoria de agenda precisa, sus innumerables conquistas amorosas. Situaciones, espacios, rostros e incluso significados que solamente el sentimiento sabe poner a cuanto acontece en la vida, desfilaron ordenados, luminosos, detallados. Las voces prudentes y los pasos silenciosos de los empleados que entraban periódicamente a comprobar su estado no alteraron el balance de sus amoríos. Había hecho muchas cosas más en la vida, algunas reconocidas, otras discutidas por sus allegados. Pero en su estertor Onán eligió por instinto el recuerdo de todo aquello que le había proporcionado placer en estado puro. Podría decirse que había en aquel acto final algo de ceremonia de despedida y bastante de homenaje agradecido a cuantas mujeres se había entregado. 

Sumergido en la penumbra, con la boca abierta y desencajada por una quijada huesuda, el anciano emulaba al cadáver que todavía no era. El tiempo se le iba, pero se ratificaba en que aún era suyo. Memorizó con la capacidad de un niño. Como si el desgaste de los últimos años le concediera el premio de una recuperación fugaz. Allí,con la calma que proporciona saber que la pérdida definitiva va a hacer descansar, fingió ser juez de sus actos pasados. Consciente de que rendirse cuentas a sí mismo de sus innumerables relaciones no le producían inquietud ni desafección alguna, comprobó con extrema bondad que no cupo jamás la traición, menos el abandono, ni siquiera el despecho y en absoluto la incomprensión con cada una de las mujeres a las que amó. Sentía satisfacción por su particular moral al respecto y aceptaba de buen grado que aquella galería vertiginosa de amantes se desplegara ante él, echando un pulso extremo con la muerte próxima.

En su postrero episodio Onán Basterra no veía una exposición de bustos sonrientes, ni una exhibición de poses, ni siquiera un derroche de risas y caricias. Mucho menos el plano secreto de los momentos más íntimos. Cada figura pasajera, cuyo nombre y cara reverdecían como si no hubieran transcurrido los años, se presentaba ante él no para despedirlo sino para sujetarle a la vida de modo natural. Cada amante se le ofrecía con una frase cariñosa o con un gesto grato. Tal parecía que las palabras contuvieran claves que solo él podía interpretar y llevar a la nada que le esperaba.  Una de las mujeres dijo con desparpajo: Me gusta nuestro amor clandestino. Otra murmuró con tono secreto: Siempre serás presencia. Otra sonrió y no dijo nada. Aquella de allí decía: Cuando me tomabas hacías de mí transgresión. Otra más sentenció: Tú eres mi esposo aunque no lo seas. Llegó la misteriosa y le susurró: Nunca supe a quién amaba cuando te amaba, si a ti o a mí misma. La iracunda pero apasionada se le reveló con reproche: Debiste dedicarme más tiempo, pero tu intensidad me llenaba. Una silenciosa extendía una mano y trazaba signos invisibles sobre el pecho de él. Y así innumerables rostros y voces y actitudes de mujer fueron manteniendo las ascuas de la última fogata del hombre, antes de ser cenizas.

Cuando las secuencias de la memoria se agotaron, Onán percibió que una ráfaga de estremecimiento placentero le subía desde lo profundo del abdomen, se fijaba entre sus costillas y  le acuchillaba el corazón. Le encontraron muerto de madrugada, abrazado fuertemente a las carnes flácidas de su escuálido cuerpo.







1 de enero de 2016

Personalidades


(Saul Leiter)


¿A qué hombre de los que hay en mí amas?, le dije. A todos, me respondió hiriente. Pero todos no son yo de la misma forma, aclaré. Ella: Por eso me gusta amarte de manera diferente. ¿Esa sería la razón por la que a mí me parece estar a veces con otra mujer?, arriesgué. Tú sabrás, yo sé perfectamente cuándo me entrego a uno de los hombres que aun siendo tú no eres tú. Sentí celos de mí mismo: ¿me prefieres así, acaso? No es que te prefiera, y desnudó su mirada sobre mi cuerpo, sino que prefiero unos días al león, otros al ciervo y a veces al águila. Nunca pensé que mi pluralidad fuera también zoomorfa, le espeté asombrado. No podías saberlo, soy yo la que siente con toda claridad cuándo me elevan unas garras o me abreva una boca sedienta o me despedaza un manotazo o me recorre una lengua bífida. Me puse a la defensiva. Entiendo; quieres probar lo salvaje de mí antes de domesticarme. No, quiero sacar cuanto de montaraz se ha reprimido hasta ahora dentro de mi cuerpo. Podías darte a otros hombres y tener más seguridad de que tu fiera se tantea con otras, extremé la propuesta. Ella, firme: Para qué, si todos los hombres se crecen y se apocan dentro de ti. Además , ¿no te das cuenta de que quiero ser yo quien te ayude a descubrirlos?

Desde aquel diálogo inusitado, ambos nos sedujimos y nos traicionamos infinitas veces con nuestras otras personalidades.