(Daido Moriyama)
Los amores de Akiko con su profesor de lengua se iniciaron en un burdel. Él fue una tarde nevosa hasta el otro lado de la ciudad, se bajó en el apeadero de la vieja cementera y tomó la calle de los ferroviarios. En la casa le presentaron a Akiko. Ninguno de los dos exteriorizaron conocerse. Ni delante de la patrona y las otras mujeres, ni durante todo el tiempo que pasaron juntos. Mantuvieron la discreción, controlaron su mutua sorpresa, estuvieron en su papel. Ella olió enseguida que el profesor no era ningún novicio, no obstante los prudentes modales de éste. El hombre no se encontró con la alumna torpe que le sacaba de sus casillas; lo dedujo por aquella insinuación con que le recibió. Akiko estuvo tentada a ponerle a prueba. Hoy vas a ser mi cliente insatisfecho, urdió para sí mientras ajustaba el reloj. Pero el profesor, que ella había tomado por avezado, optó por quedarse inerte. Ninguno de los dos parecía urgir al otro. Permanecieron vestidos, tomaron sake, y la mujer encendió un cigarrillo ruso del paquete olvidado por otro cliente.
El profesor y Akiko se tantearon con miradas fugaces, disimuladas. Fueron cautelosos y abrieron un territorio de nadie. Relajado, expectante, mudo. Cierto que ambos hervían de curiosidad por llegar el uno al otro. Mas para ello tenían que desprenderse de sus personalidades anteriores. Ni el maestro podría enseñar ni la alumna sabría aprender. Los roles que les denunciaban debían quedar apartados. No se decidían a dar el paso como aquellos que se están conociendo por primera vez para un intercambio mercantil pasajero, que no compromete a más. No, en modo alguno la situación les resultaba incómoda. Para ella, porque el hombre ya había satisfecho el servicio y podía apurar su tiempo de manera inactiva. Para el profesor, porque no se recuperaba del estupor y el deseo había sido desplazado. Se siguieron observando sin prisa, con mayor decisión, con gestos sordos, ella recostada en la cama y él sentado en un sillón americano.
A medida que los ojos del hombre buscaban más insaciablemente los de la mujer, el silencio se volvió intenso, incluso activo. Akiko observó al profesor de lengua pronunciando en su interior un vocabulario apropiado, fijando una sintaxis apasionada que no expresó con voz. Más allá de la canosidad del hombre, del ligero encorvamiento de la espalda, de los ojos ahogados por la miopía de los años. Miraba los labios carnosos, casi occidentales, y la mueca sonriente que el hombre abortaba con frecuencia y que le atraía con fuerza. El profesor veía a la estudiante como si ambos estuvieran en clase, pero con la libertad que da un ambiente diferente. Fue también más lejos. Reparó en sus pechos delicados, enmarañó su mirada con el cabello de ella, hizo de su boca un pensamiento que se depositó recóndito en el cuello de Akiko.
Sin que ninguno de los dos tomara la iniciativa sintieron el agudo latigazo de la necesidad de conocerse íntimamente. Pero el mismo impulso que reprimían para aceptar el rol que deberían asumir en ese instante, les acercaba en otra dimensión que no parecía tener cabida en aquel ámbito. Se mintieron burdamente. Él dijo con aplomo forzado: nunca había estado en un sitio así. Ella dijo innecesariamente: yo no te conozco de nada. Pero ninguno se desvistió, ninguno acarició al otro, ninguno emitió una propuesta que hablara con palabras de carne. Sonó el contador del reloj. Akiko se levantó sin prisa y rozó la solapa del profesor. ¿Volverás?, murmuró en el oído del hombre.
Sin que ninguno de los dos tomara la iniciativa sintieron el agudo latigazo de la necesidad de conocerse íntimamente. Pero el mismo impulso que reprimían para aceptar el rol que deberían asumir en ese instante, les acercaba en otra dimensión que no parecía tener cabida en aquel ámbito. Se mintieron burdamente. Él dijo con aplomo forzado: nunca había estado en un sitio así. Ella dijo innecesariamente: yo no te conozco de nada. Pero ninguno se desvistió, ninguno acarició al otro, ninguno emitió una propuesta que hablara con palabras de carne. Sonó el contador del reloj. Akiko se levantó sin prisa y rozó la solapa del profesor. ¿Volverás?, murmuró en el oído del hombre.