(William Eugene Smith)
Ataúlfo Oronoz se moría de viejo a la sombra de aquel volcán eterno que habían conocido cientos de generaciones y al cual tenían por tótem. Lejos de estar preocupado por su estado decía a los suyos: lo que yo veo ahora no lo véis vosotros. ¿Qué ves, pues?, inquirían al hombre postrado. Cosas hermosas, contestó.
Cuantos le rodeaban se miraron desconcertados. Uno de sus familiares se atrevió a murmurar: no puede ser, la muerte nunca trae nada bello. Ataúlfo lo oyó, no obstante la creciente sordera que se iba apoderando de lo que en otro tiempo fue un fino sentido de su oído. Una muerte inminente como la mía trae la belleza de contemplar la vida que he llevado, de la que no me siento arrepentido, replicó alzando la voz, con un gesto de reproche. Los circundantes no sabían si echarle en cara viejos agravios o reírse de sus fantasías. Ha hecho bien a algunos, pero ha perjudicado a otros, dijo un familiar ejerciendo de Perogrullo desde una silla de enea. Qué dices, ha disfrutado cuanto ha querido y ha procurado que otros lo pasaran bien con él, atinó a señalar alguien más benevolente. Se quejaba de mil males pero nunca cedió a ninguno de ellos, metió baza un pariente recién llegado. Pues para mí que fue desinteresado en exceso, de ahí que no sacara todo el rédito suficiente de un mundo competitivo como el que le tocó vivir, comentó uno de sus descendientes. Juan, el secretario municipal, no quiso ser menos en opinar: rencor extremo y sentido de la venganza no tenía, pero quien se la jugaba ya se podía despedir de seguir teniendo tratos con él. Le gustaba ser justiciero.
Se hizo el silencio en la habitación. Algunos parientes salieron de ella discretamente. Veo la tierra que dejo, afirmó de pronto Ataúlfo Oronoz con tono arcano y firme. Veo la tierra tal como quedará mañana cuando ya no esté. Todos dieron un discreto respingo y quien hubiera dicho no sentirse sobrecogido en ese instante estaría mintiendo. ¿Cómo es esa tierra, Ataúlfo?, preguntó su mujer con voz minúscula. Los acompañantes prestaron suma atención. Nadie ignoraba que el hombre no sólo había sido siempre un saco de sueños fecundo, sino que recordaba muchos de ellos y solía contarlos fantaseando con un lenguaje literario detallista y entretenido. Muchos le llamaban el narrador de sueños.¿Para qué queréis saberlo?, respondió el moribundo. Tampoco vosotros estaréis para verla. Los más supersticiosos temieron que el alma de la sibila se hubiera apoderado de su mente agotada y hablara por él. El hijo mayor tomó su mano con ternura. Está bien que los sueños le envuelvan, padre, siga soñando. Ataúlfo Oronoz no dijo más. Aún tardó casi tres días en morir. En el instante justo en que su energía quebró para siempre el volcán tronó. Nadie se quedó a velar su cadáver.
Cuantos le rodeaban se miraron desconcertados. Uno de sus familiares se atrevió a murmurar: no puede ser, la muerte nunca trae nada bello. Ataúlfo lo oyó, no obstante la creciente sordera que se iba apoderando de lo que en otro tiempo fue un fino sentido de su oído. Una muerte inminente como la mía trae la belleza de contemplar la vida que he llevado, de la que no me siento arrepentido, replicó alzando la voz, con un gesto de reproche. Los circundantes no sabían si echarle en cara viejos agravios o reírse de sus fantasías. Ha hecho bien a algunos, pero ha perjudicado a otros, dijo un familiar ejerciendo de Perogrullo desde una silla de enea. Qué dices, ha disfrutado cuanto ha querido y ha procurado que otros lo pasaran bien con él, atinó a señalar alguien más benevolente. Se quejaba de mil males pero nunca cedió a ninguno de ellos, metió baza un pariente recién llegado. Pues para mí que fue desinteresado en exceso, de ahí que no sacara todo el rédito suficiente de un mundo competitivo como el que le tocó vivir, comentó uno de sus descendientes. Juan, el secretario municipal, no quiso ser menos en opinar: rencor extremo y sentido de la venganza no tenía, pero quien se la jugaba ya se podía despedir de seguir teniendo tratos con él. Le gustaba ser justiciero.
Se hizo el silencio en la habitación. Algunos parientes salieron de ella discretamente. Veo la tierra que dejo, afirmó de pronto Ataúlfo Oronoz con tono arcano y firme. Veo la tierra tal como quedará mañana cuando ya no esté. Todos dieron un discreto respingo y quien hubiera dicho no sentirse sobrecogido en ese instante estaría mintiendo. ¿Cómo es esa tierra, Ataúlfo?, preguntó su mujer con voz minúscula. Los acompañantes prestaron suma atención. Nadie ignoraba que el hombre no sólo había sido siempre un saco de sueños fecundo, sino que recordaba muchos de ellos y solía contarlos fantaseando con un lenguaje literario detallista y entretenido. Muchos le llamaban el narrador de sueños.¿Para qué queréis saberlo?, respondió el moribundo. Tampoco vosotros estaréis para verla. Los más supersticiosos temieron que el alma de la sibila se hubiera apoderado de su mente agotada y hablara por él. El hijo mayor tomó su mano con ternura. Está bien que los sueños le envuelvan, padre, siga soñando. Ataúlfo Oronoz no dijo más. Aún tardó casi tres días en morir. En el instante justo en que su energía quebró para siempre el volcán tronó. Nadie se quedó a velar su cadáver.