"Todo lo interesante ocurre en la sombra, no cabe duda. No se sabe nada de la historia auténtica de los hombres."

Louis-Ferdinand Céline, Viaje al fin de la noche.



17 de diciembre de 2017

La última visión


(William Eugene Smith)



Ataúlfo Oronoz se moría de viejo a la sombra de aquel volcán eterno que habían conocido cientos de generaciones y al cual tenían por tótem. Lejos de estar preocupado por su estado decía a los suyos: lo que yo veo ahora no lo véis vosotros. ¿Qué ves, pues?, inquirían al hombre postrado. Cosas hermosas, contestó.

Cuantos le rodeaban se miraron desconcertados. Uno de sus familiares se atrevió a murmurar: no puede ser, la muerte nunca trae nada bello. Ataúlfo lo oyó, no obstante la creciente sordera que se iba apoderando de lo que en otro tiempo fue un fino sentido de su oído. Una muerte inminente como la mía trae la belleza de contemplar la vida que he llevado, de la que no me siento arrepentido, replicó alzando la voz, con un gesto de reproche. Los circundantes no sabían si echarle en cara viejos agravios o reírse de sus fantasías. Ha hecho bien a algunos, pero ha perjudicado a otros, dijo un familiar ejerciendo de Perogrullo desde una silla de enea. Qué dices, ha disfrutado cuanto ha querido y ha procurado que otros lo pasaran bien con él, atinó a señalar alguien más benevolente. Se quejaba de mil males pero nunca cedió a ninguno de ellos, metió baza un pariente recién llegado. Pues para mí que fue desinteresado en exceso, de ahí que no sacara todo el rédito suficiente de un mundo competitivo como el que le tocó vivir, comentó uno de sus descendientes. Juan, el secretario municipal, no quiso ser menos en opinar: rencor extremo y sentido de la venganza no tenía, pero quien se la jugaba ya se podía despedir de seguir teniendo tratos con él. Le gustaba ser justiciero.

Se hizo el silencio en la  habitación. Algunos parientes salieron de ella discretamente. Veo la tierra que dejo, afirmó de pronto Ataúlfo Oronoz con tono arcano y firme. Veo la tierra tal como quedará mañana cuando ya no esté. Todos dieron un discreto respingo y quien hubiera dicho no sentirse sobrecogido en ese instante estaría mintiendo. ¿Cómo es esa tierra, Ataúlfo?, preguntó su mujer con voz minúscula. Los acompañantes prestaron suma atención. Nadie ignoraba que el hombre no sólo había sido siempre un saco de sueños fecundo, sino que recordaba muchos de ellos y solía contarlos fantaseando con un lenguaje literario detallista y entretenido. Muchos le llamaban el narrador de sueños.¿Para qué queréis saberlo?, respondió el moribundo. Tampoco vosotros estaréis para verla. Los más supersticiosos temieron que el alma de la sibila se hubiera apoderado de su mente agotada y hablara por él. El hijo mayor tomó su mano con ternura. Está bien que los sueños le envuelvan, padre, siga soñando. Ataúlfo Oronoz no dijo más. Aún tardó casi tres días en morir. En el instante justo en que su energía quebró para siempre el volcán tronó. Nadie se quedó a velar su cadáver.


30 de noviembre de 2017

La mujer del expreso


(Edward Hopper)



Pocos viajeros en esta época del año, ¿verdad? Fue la manera de presentarse al entrar en el compartimento. Muy pocos, respondió la mujer que iba ensimismada en la lectura. El viajero colocó su maleta y se acomodó con parsimonia. Será un viaje largo, así que iremos más holgados, dijo el hombre para atemperar la frialdad de la escena. Sí, se limitó a responder la pasajera, que siguió leyendo. Los viajes que son largos se llevan mejor si hay más gente, aunque también se pierde intimidad, dijo el hombre por decir. Así es, contestó la mujer, de nuevo lacónica. El hombre cayó en la cuenta de que el recorrido se le iba a hacer tedioso y se levantó para sacar un periódico del bolsillo de su gabán. El tren arrancó repentinamente y dio un traspiés. La mujer hizo ademán de sujetarle. Le advirtió sonriente: tenga cuidado, no hay caída buena. No, no la hay, asintió él avergonzado. 

La compañera de viaje continuó con el libro y el viajero desplegó el diario. De vez en cuando el hombre contemplaba el porte de la mujer por encima del perfil de la página. Pensó para sí: estoy haciendo lo mismo que sale en las comedias de cine, qué excusa tan patética para observarla. Se sintió ridículo y dobló el periódico. La miró largamente. Jugó a adivinar qué vida llevaría aquella mujer. Su condición, su trabajo, el estado, los motivos del viaje, sus gustos, sus entretenimientos, sus amoríos. Giró luego la cabeza hacia la ventanilla y contempló el paisaje que iba oscureciendo. Qué cortos son los días, musitó, tan bajo que probablemente no fue escuchado. Volvió a contemplar a la mujer, a ráfagas, con movimientos disimulados. Sin cerrar el libro, ella alzó el rostro, pero no hizo gesto alguno que diera pie a su compañero. De pronto le preguntó: ¿lleva cada vez que viaja un simple periódico? En desplazamientos más concurridos ni siquiera llevo un diario, contestó él sorprendido. Siempre he pensado que el ambiente que se genera en un tren es bastante ilustrativo, añadió. Basta con observar, charlar con unos y con otros comedidamente, y contemplar los paisajes cambiantes por donde atravesamos para que recibamos una información más fiable que lo que pueda decirnos la prensa, ¿no cree? Cierto, ratificó la mujer. 

El viajero dio por hecho que ella tenía ganas de hablar. Aprovechó la circunstancia. Y usted, ¿siempre se enfrasca en un libro? La acompañante se dirigió a él con una mueca divertida. En una novela intrigante, por ejemplo, hay mucha más información, y no tan equívoca como la que ofrecen los diarios. Y además de otro género, donde sabemos mucho de los personajes, nos hacen conocer mejor una geografía, nos relatan con mayor verosimilitud un escenario de situaciones variadas. Fíjese hasta qué punto hay riqueza en una narración que puedo ir en un tren como ahora y leer un relato sobre un viaje en tren, lo cual duplica sensaciones. A mí me gustaría leer como usted, intervino el viajero. Se la ve entregada, resistiéndose a conversaciones que la saquen de aquello que le produce interés. Estoy seguro que cuanto lee le hace vivir, que no solamente lee por matar el rato. Antes la pillé sonriendo ante una página o poniendo cara de asombro al pasar a la siguiente y en páginas más posteriores daba la impresión de sobrecogerse. No sé de qué irá el relato pero usted parecía más un personaje del tren que se mueve en ese libro que una viajera real que habla ahora mismo conmigo.

Los ojos de la mujer destellaron y por primera vez en todo el tiempo que iban juntos le interesó aquel el hombre. Desplegó su melena castaño y dejó caer la espalda en el respaldo de la butaca acogedora, buscando una relajación cómplice. ¿Me está diciendo que soy alguien inexistente?, dijo con ironía. ¿Que usted ha estado observando a una pasajera que no era de este tren? Entonces, ¿cómo debo considerar su manera de contemplarme, como si intentara adivinar las facetas de mi vida? Bien, pongamos que no soy tal viajera que habla con usted cara a cara. Pero ¿y si usted tampoco fuese quien se cree ser y no ha subido a este tren con una sencilla maleta, un abrigo y un periódico? ¿No se le ha ocurrido pensar que usted no viaja en el tren al lejano lugar donde se supone que nos dirigimos y solo está sentado en un compartimento de la novela mientras charla con una mujer que no estaba convencida de seguir su charla? 

El viajero sintió una apasionada curiosidad por conocer qué contaba el libro. Se lo hizo saber a la mujer. No, ni hablar, no le contaré el argumento. Cuando lo termine, que será un poco antes de llegar a mi estación, se lo daré. Usted empezará la lectura cuando yo me haya bajado. Pero tendré que devolvérselo, y el hombre reveló una leve tristeza en su voz. La mujer saltó prudente. En absoluto, cuando lo esté leyendo me agradecerá que se lo haya pasado. Pero ahora, antes de que continúe con mi lectura, hábleme un poco del objetivo de su viaje. ¿Hará lo propio usted?, aprovechó él la ocasión. Sin duda, eso se lo garantizo, respondió la mujer. Entonces no va a poder terminar la novela, dijo con ironía el viajero. Ah, pero entonces, dejó caer con sarcasmo la mujer, ¿no se ha dado cuenta todavía que estamos ya dentro de ella? 





14 de julio de 2017

El ejemplar índico


(Malick Sidibe)


Lourenço Mocuba, esbelto ejemplar de la costa índica, se despertó ya avanzada la mañana pensando en las dos mujeres. No sabía muy bien si se sentía pesaroso o eufórico. Ni con cual de las mujeres con las que creía haber soñado se adecuaba un estado u otro de su ánimo.

Se contempló un rato en el barroco espejo superpuesto en la jofaina. Hizo una gimnasia de hombros varias veces y observó su dentadura alba, impecable. Qué gran invento el espejo, pensó, puedes verte tal cual eres o puedes engañarte como te parece que eres, depende de como quieras mirarte. Gesticuló mordisqueando los labios, grandes y pulposos, hizo guiños con los ojos aún somnolientos, se miró la lengua, pastosa, percibiendo un sabor acre. Luego, aún confuso y atolondrado taponó el agujero de la vasija, vació un generoso chorro de agua hasta cubrir buena parte de la superficie y sumergió media cabeza mientras contenía la respiración. Es bueno evitar la oxigenación durante unos minutos para poner orden en los pensamientos, justificó su acto. Mientras no respiro toda mi mente se detiene y pone orden a la memoria de lo acontecido antes. Cuando no pudo aguantar más el ritual purificador alzó su rostro violentamente, sacudió la cabeza mojando ampliamente el suelo embaldosado y se secó despacio con una toalla desgastada. Es sorprendente, siguió hablando consigo mismo. Apenas me acabo de levantar y ya voy olvidando los sueños. ¿O no he soñado lo que he vivido? ¿O he vivido tan intensamente algo que me desconcierta y que me cuesta aceptar?

Así, dudando de la veracidad de las imágenes que aún fluían alocadamente dentro de él, se vistió no obstante con parsimonia y cuidado. Escogió uno de los trajes más elegantes de su repertorio, embetunó  con esmero sus zapatos de paseo y salió a la calle. El café La Negra Beira estaba a tres manzanas. Acudía cada mediodía. Antunes le vio llegar. Se dirigió a él. Querrá vuecelencia un tazón de café bien preñado ¿verdad? El blanco Antunes se había quedado de propia voluntad en el país cuando éste dejó de ser colonia. No tenía nada que perder, y era cierto; eso dijo en su momento y eso repetía a los desconocidos. Antunes le tenía cogido el punto a Lourenço Mocuba, le disculpaba su gandulería, le defendía ante otros vecinos del barrio que tenían que salir antes del alba a trabajar. El señor Mocuba es depositario de altas misiones en esta vida, solía decir entre el choteo general de los tertulianos del Beira. ¿Va a salvar el mundo o solo nuestro país?, le respondían entre carcajadas. No, decía Antunes, algo más elemental y cercano. Sabe hacer felices a las mujeres. Antunes, que tenía un conocimiento acertado y riguroso sobre todas las clases y tipologías de café africano que pasaban por la ciudad, estaba bien considerado. Su opinión sobre un tema central como el café le validaba para hacer un juicio sobre cualquier otro tema. Pero a veces la gente no sabía bien si al emitir juicio sobre Mocuba lo hacía en serio o con una ironía especial, prudente cuando Mocuba se hallaba delante. Siempre había algún parroquiano que tirando más del hilo decía: A las mujeres no las hace feliz ni el Gran Bantú. Ojo, que lo de Lourenço es cosa fina, saltaba entonces Antunes. Él tiene sus artes y también sus secretos. Y consigue que ellas sean discretas. Hablando de este modo Antunes protegía al ocioso enamorador y le exculpaba a los ojos de la gente de aquella fama de vividor. Hay que respetar a quien está llamado para designios sublimes, precisaba como colofón.

El elegante ejemplar índico estaba acostumbrado a aquel tipo de comentarios y no se dejaba afectar. Su presencia, siempre bien puesta, dotada de buenas maneras y de un derroche de amabilidades con cualquiera, causaba admiración incluso entre los hombres. Algunos le envidiaban, pero no podían competir. A Lourenço Mocuba le beneficiaba un talante sereno y una predisposición prudente a la hora de hablar. Se ve que estuviste en aquella Universidad, le decían a bulto, por lo que aprendiste. Pero él siempre afirmaba: he aprendido más de la vida que de las aulas. A decir de su vocación de entrega a las mujeres nadie lo ponía en duda. Pero sí, era un hombre informado, dotado de una retórica medida y muy precisa, expuesta con un tono de voz suave pero convincente. Todo ello obraba a su favor, pues si bien podía ser criticado por su forma de vida era a su vez reconocido por el bagaje cultural del que no hacía gala y que empleaba cuando consideraba oportuno. ¿Era esta personalidad lo que atraía especialmente a las mujeres y no solamente la belleza de pura cepa africana que parecía herencia de mezclas y selección de las más depuradas de ellas? ¿Era por aquel monumento de saber y de armonía por lo que las mujeres le reclamaban incluso entre sueños? Lourenço Mocuba se sentía tan seguro en su modestia que no sospechaba que las dos amigas hubieran llegado a crear dentro de sí un mundo propio que iba más lejos que el del resto de los mortales. No sé si estuve ayer contigo o te he soñado, le decía temblorosa Inês dos Praceres Gomes. ¿Has sido tú el de esta noche o mi imaginación me lo hace creer?, le interrogaba ansiosa Margarida Afonso dos Anjos.

En su ámbito de intensa atracción por Lourenço Mocuba ambas mujeres habían diseñado, cada una por su parte, un amante imaginario que trascendía la animalidad humana para ser un endriago. Aquello las salvó de una lucha encarnizada entre ellas y desbordó al ejemplar índico, del que exigían cada vez más en sus encuentros febriles.




7 de julio de 2017

La llamada del monstruo


(Karin Szekessy)



Inês dos Praceres Gomes, que jamás había tenido carencia de un hombre, sintió en una noche cálida la llamada del monstruo.

La temperatura concentrada en exceso dentro de la casa, tanta sequedad que estrangulaba cada ángulo de su cuerpo,  aquella inquietud de quien no sabe adaptar ni su torso ni sus extremidades a la cama, todo ello apostaba por un desasosiego generalizado que inhibía su respiración. Tenía las ventanas abiertas de par en par, la corriente de aire se deslizaba muy tenue y sibilina entre las puertas, y para evitar el resistero heredado del día había reducido al máximo la luz eléctrica. Se perpetraba una oscuridad rayana en el vacío que la confundía más. Extendía brazos y piernas con nerviosismo, para hacer más liviana la pesadez de aquellas horas muertas. Golpeaba sin cesar con sus palmas la llanura del lecho. La sábana, impregnada de la fragante humedad de su cuerpo, le clavaba el relieve de las arrugas transversales que, con los constantes retorcimientos causados por su desazón, había quedado dibujado sobre ella. El colchón parecía hundirse bajo el peso de la mujer. Inês, tan frágil, se sentía gravosa. Dispersaba sobre la almohada sus cabellos profundamente zainos, expandiéndolos con sus dedos delgados, luego giraba su rostro y lo hundía inhalando su propio aroma. Pellizcó la almohada, buscando lejanas identidades de la infancia, y por un instante pensó que se sumergía en un pozo cuya agua era la baba que ella misma generaba. O la saliva de las bocas de los hombres que había catado y la habían dejado siempre insatisfecha. En fin, tan pronto se hacía un ovillo como se dispersaba violentamente pues el calor casi dolía.

La mujer no sabía cómo ponerse. Se levantó, bebió agua, rascó aquellas zonas de sus muslos mordidas por la comezón y a las que irritó más, se abanicó sin orden alguno la superficie de su piel, en un gesto más simbólico que efectivo, intentando que los poros recibieran un frescor que la noche les negaba. Buscó los pequeños objetos de metal que hubiera a su alcance, los alambres trenzados del somier, unos tornillos incrustados en las patas de la cama, el cabecero desgastado, la manilla barroca de la mesilla. En aquellas efímeras sensaciones de frialdad encontraba alivio pero también frustración. Todo era insuficiente. Se desplazó por el cuarto, clavada a las paredes, raspando sus pechos contra el encalado, hiriéndose en un gesto primitivo y más bien desesperado. ¿Era solamente aquel clima denso y ofensivo lo que la zahería hasta incitarla a perder la razón? ¿Había algo más en el ambiente que le ponía en guardia, recordando cuanto le había contado su amiga Margarida? Entonces se ordenó a sí misma: refréscate, cuerpo, dijo de viva voz. Pero no dejaba de secar su sudor continuo, inagotable. Lamía cuantas gotas transpiraban desde sus mejillas. El pelo cada vez más pegajoso. La pelvis le hervía y pensó: hasta dónde llega este bochorno. Anduvo por la habitación temiendo generar más calorina, y lo hacía despacio, buscando distraerse de este modo. Cuando consideró que la opción no era efectiva se sentó en una silla. Desnuda, cediendo todas las partes posibles de su cuerpo contra los puntos de apoyo, buscando la frialdad de las superficies de los muebles, que no tardaban en arder a medida que imponía su carne sobre ellos.

En medio del desvelo tomó un libro entre las manos. Lámpara de mermada luz. Ventilador de mesilla. Espalda adherida a un respaldo de caoba, acaso imitación. Un vaso de agua perfumada de lima. Entretenida tendré menos calor, trató de persuadirse. Casualidad o paradoja, el argumento de la novela consistía en una historia de amor entre inuits interrumpida por la partida del hombre a su período de caza. La mujer inuit veía acortada su recién incubada querencia y se disponía con tristeza a soportar un largo tiempo de ausencia del hombre. O, mejor dicho, de privación del hombre. Las imágenes que se desprendían de la lectura y las que ella añadía de su cosecha a un texto que la atrapaba apartaron a Inês de la incandescencia de la noche. Se relajó, depositó el libro en su regazo, y allí, abrazándolo, lo acunó en un ejercicio de vaivén lento. Permaneció un rato absorta. Frotó con la lengua sus labios, no porque los encontrara más resecos, acaso por inercia, o por el atisbo de otra clase de sed. De pronto sintió que un apetito emergente la acuciaba procedente del interior del libro. Deseaba al varón inuit de la ficción que partía para la caza, angustiado también por abandonar a su esposa. Entrecerró los ojos. Imaginó súbitamente que una mano de hielo la recorría desde los pies hasta la nuca, troceando su cuerpo, abriéndole en canal como si se tratara de un animal marino. Vibró imaginando el ejercicio de una mano áspera, rugosa, cuya aridez, sorprendentemente, trasladaba sensaciones no alcanzadas anteriormente. Se prestó a la maniobra del hombre que iba tomando cuerpo en su mente. Que iba tomando su carne sin resistencia. La duermevela proporcionó a Inês la percepción de que la sensación térmica caliginosa se le rebajaba. Pero que otra energía más envolvente, ajena a la temperatura, la suplía. La proximidad de un cuerpo envuelto en pieles le producía fatiga y desconcierto, pero le atraía su roce, el cuero de su cinturón, la hebilla congelada, las manoplas de las que se había desprovisto y las llevaba ahora encajadas en su cintura. Fue entonces cuando le pareció que la presión elemental pero firme de unas manos curtidas por el aire polar y erosionadas por las ventiscas incesantes se deslizaban seguras y sin reparos por cada palmo de su desnudez. Inês acarició nerviosamente el lomo del libro, lo apretó en cuña contra su vientre, entreabrió a dos manos el volumen rasgando sus páginas. Sus dedos se humedecieron de la tinta desprendida de las palabras, que era tanto como decir de los sueños. Sueños que están escritos por el deseo.

Sumergida en el letargo del agotamiento, congelando la temperatura de su corriente sanguínea como un reptil, Inês dos Praceres Gomes soñó que el esposo inuit no volvía jamás a su hábitat de origen. Así se lo contó al día siguiente a su amiga íntima Margarida Afonso dos Anjos.





29 de junio de 2017

Los íncubos de Margarida


(Nobuyoshi Araki)


En la insólita soledad de Margarida Afonso dos Anjos la barrera entre el sueño y el deseo se había desvanecido. No porque uno hubiera cedido al otro, sino porque ambos elementos oníricos daban en encontrarse a capricho en la vasta capacidad imaginativa de la mujer.

Podría decirse que el anhelo por saciar su instinto no hallaba un asiento definido. Tan pronto tenía su origen en la ficción a la que se procuraba cuando estaba consciente como se evidenciaba en el sueño más profundo que la mantenía apartada de cualquier realidad tangible. De hecho, había mañanas en que Margarida no distinguía si iba o venía del sueño o si deambulaba por este mundo ingrato que parecía reservado solamente a los tediosos. Nadie, salvo su amiga de la infancia, Inês dos Praceres Gomes, sabía de su trato carnal con seres que no eran de este mundo. Digo si no será que te produce tanta ansiedad el apetito febril que buscas satisfacer contigo misma, decía Inês dos Praceres a su amiga con toda la confianza de quien se sabe confidente. Pero Margarida Afonso dos Anjos siempre le respondía que no era ella consigo misma. Que la presencia de aquellos personajes potentes, no importaba si tenían un gran cuerpo o si se trataba de enanos enclenques y deformes, era algo real. Que ella era el médium y a la vez el objeto de placer. Que la habilidad y ternura de cualquiera de aquellos íncubos, así los nombró, la hacían nueva cada vez que la tomaban. Y que nunca había obtenido tanto disfrute y cuidado de un hombre como ahora se lo proporcionaban sus conquistadores anormales e improvisados. A ver, Margarida, le decía entonces su amiga. Si es íncubo se trata de un personaje que se posa sobre la mujer solamente en el sueño. Esa es la leyenda. Si estás despierta tiene que ser algún hombre con el que hayas estando coincidiendo últimamente o un vecino que se te venía insinuando, alguien con el que no quieres establecer una relación estable, ni depender de él, que no quieres reconocer ante ojos ajenos, y yo lo puedo entender. Es decir, un hombre normal, no importa si hermoso o feo, si de poca entidad física o de una fortaleza considerable. Sin embargo Margarida insistía una y otra vez que no. Que si fuera un hombre conocido le revelaría a su amiga quién era y si hubiera sido un hallazgo casual también. Pero aquellos seres se le presentaban en situaciones inesperadas, unas veces trascendiendo sus horas de descanso y otras interrumpiendo sus quehaceres diurnos. ¿Nunca los has visto venir?, preguntaba su amiga, intentando persuadirla de que introdujera cierta dosis de cordura en su mundo de concupiscencia. ¿Se aproximan despacio, hablan, sonríen, solicitan, se desvisten, acarician, susurran? Y los verbos de Inês se multiplicaban tratando de dar con alguna pista que le hiciera ver a su amiga que una cosa es la ensoñación y otra la aprehensión real del amor de un hombre. Si son seres delicados no pueden ser monstruos, apostillaba. Y tú qué sabes, le replicaba Margarida. ¿Acaso un hombre ordinario es siempre una fuente de delicadeza o un torrente de satisfacción? Los monstruos que me acechan no lo son porque manifiesten un trato zafio. Y su caracterización física, qué quieres que te diga, Inês, no me provocan rechazo y más cuando superan con creces la capacidad amatoria de cualquier varón. ¿Pueden tratarse de las volubles formas que adquiere el deseo cuando se le sublima?, le sugería su amiga. Pero no son figuraciones, respondía Margarida Afonso dos Anjos, pues cuando recibo sus cuerpos percibo un peso, sus extremidades presionan las mías, su aliento devora el de mis jadeos, su sudor se enturbia con mi sudor, y cuando bebe de mí y yo me sacio de él es como si apuráramos del mismo cáliz, y cuando me sujeta y me agita y me levanta con su cuerpo no pienso en la caída. Es la caída más desgarradora, pero a su vez más dulce y enajenante que jamás me ha poseído.

Inês dos Praceres Gomes no dijo nada. Pero el escalofrío al escuchar a su amiga tenía el aire de una invocación que solamente los íncubos, ni siquiera los hombres habituales, pueden advertir.

   


20 de junio de 2017

Pensamientos cruzados del anciano y la joven


(Nobusyoshi Araki)


¿Por qué me ha dicho Ito Kabane que ella estaría allí, al final? Nunca hay nadie al final. Nunca hay un amor en ese instante en que la pulsión de la muerte sabe ganada la partida. Si se mira desde el ángulo de la vida -¿hay acaso otro?- se puede decir que la muerte pierde siempre. La victoria de la muerte no es tal, ya no tiene suelo desde el que acecharnos después de imponérsenos. Desaparecido el cuerpo, extinguida la existencia, borradas las sensaciones y la memoria, la muerte queda incapacitada. Busca un nuevo ámbito donde cebarse. No hay territorios de la muerte, en contra de lo que parece. Hay accidentalidad, decisión humana y sucesos naturales que extinguen las posibilidades de vida. La muerte no es siquiera un ente. Ella tiene valor mientras tantea y acosa a los hombres, mientras intenta disputar la salud, la pasión, la creatividad. Muerte es una negación que tropieza una y mil veces con el empeño humano por seguir sobreviviendo. Muerte es envidia mientras cerca a cada individuo para impedir que le llegue desde fuera el oxígeno del placer o el alivio de la compañía. Muerte es el vano intento por privar a los hombres de su afán de aventura, de su don del asombro, de su propiedad de superación. La muerte juega con las dificultades humanas  por entenderse unos y otros. Así cuando las sociedades o las tribus van a una guerra, producto de intereses mezquinos y de engaños colectivos que desdeñan la comprensión que salva, la muerte se frota las manos. Su espacio es siempre ajeno. Su mérito es nulo, solo se sabe como producto de la desgracia de los otros. ¿Crea algo la muerte? Se apunta el tanto de la nada, pero ésta ya existía antes de nacer cada ser vivo. También la nada es extraña a la muerte, que no puede apropiarse de ella. ¿Estará Ito Kabane al final de mis días? Sé que moriré solo, que me deleitaré en la quimera del recuerdo, que daré por bueno lo experimentado. De algún modo ella será presencia, pero no estará presente. No debe estar cerca, ni tocar mi aplanamiento, ni apiadarse de una agonía que solo es mía. Me bastará con que ella haya conjurado los vacíos de mi ancianidad.


Tatsuaki sabe que no estaré allí. Él puede llevarme hasta el borde con su pensamiento, eso supondrá consuelo y a la vez agradecimiento. ¿Será capaz en ese instante de hacerme llegar con el deseo? He visto estos días como al desearme habitaba en su interior la nueva vida. Amor y muerte se repelen, y su juego de alternancias es cruel, aunque a través de él ambos se reconozcan. Ambos tienen su tiempo de victoria y también de derrota. A veces pienso: si nos hubiéramos conocido antes...él con menos años, yo con alguno más cercano a su edad, posibilitando una convergencia. Pero qué digo. ¿Tendríamos por ello una mayor garantía de haber disfrutado del amor? ¿No es precisamente esta aventura insólita, que muchos amigos no aprueban, la que me ha enriquecido? A él con la recuperación de las sensaciones más allá de la inercia del tiempo y de la sentencia de la biología, se le han ensanchado los límites. A mí me ha aportado nuevos descubrimientos sobre el hombre y sobre mí misma. Tatsuaki ha retenido la ternura que se había convertido en humo. Yo he recuperado el significado de que soy imprescindible para quien es sincero. ¿Para qué otra vida al uso ordinario si la que hemos vivido a nuestro aire ha sido intensa? Además, ¿acaso la vida en común no limita e incluso cercena el desarrollo de las exploraciones que anhela el ser humano? ¿No espera a los esposos el aburrimiento y la abulia que fagocitan las ilusiones y, lo que es más grave, las capacidades aún latentes? Tatsuaki me ha amado y me ha fortalecido. Yo le he amado a él y ha prolongado su deseo de vivir. Todo ha sido auténtico, no presto atención a las críticas ni a las miradas. No hay nada más bello que las segundas oportunidades. En un joven parece que estuvieran más aseguradas. Pero Tatsuaki, agotada su vida profesional, cansado de proyectar su mirada hacia los mismos objetos, desprovisto de las relaciones que la edad anterior aún preserva, ¿qué posibilidades tenía de amar la existencia? La supervivencia a la edad provecta requiere otros alicientes, aunque lo ordinario es que se carezca de estímulos. El fotógrafo Tatsuaki estaba viviendo de los recuerdos. Llegué justo cuando iba a perecer en su descreimiento. Las segundas oportunidades las percibía ya como un ejercicio de memoria. Si no se retiene con el cepo de la memoria aquello que una persona ha vivido más vale que se vaya haciendo a la idea de la pérdida total. ¿He salvado temporalmente a mi entrañable fotógrafo? ¿Ha interrumpido mi activa presencia el ciclo vital e inexorable del anciano?

Hoy he recibido por correo un tanka suyo, enviado desde su barrio de Shinjuku. Se ha apoderado de mí la congoja. ¿Será que yo tampoco puedo prescindir de él?

Tanta sequedad
de las horas ausentes
pide tu lluvia.
No quiero extinguirme.
No sé renunciar a ti.



11 de junio de 2017

La punzante curiosidad de Ito Kabane


(Ishiuchi Miyako)


¿Cuántas preguntas quedan sin respuesta a lo largo de los años? El viejo fotógrafo interrumpió su silencio. Pensaba en voz alta. ¿Por qué cada amante quiere saber más del otro, más de lo que ya se ofrecen mutuamente? Debe haber margen para la imaginación después de amar. Capacidad de trasladar el bagaje del goce a los tiempos de la soledad. El recuerdo del placer vivido permanece en nuestro cerebro y no solo en los instantes o los días posteriores, sino incluso a lo largo de años. ¿Esa es tu experiencia?, dijo Ito Kabane. Me interesa saberlo. Lo es, pero a mis años todo entra ya en una neblina en que recuerdas con más intensidad las sensaciones que los momentos y circunstancias en que sentí satisfacción. ¿Quieres decir que has olvidado a otras mujeres?, insistió la chica. No, por supuesto, pero no tengo certeza sobre los detalles de muchos encuentros. Hay casos en que podría describirte un lugar y una persona y cómo sentí con ella, y otros en que no. ¿Como si tu cerebro amoroso fuera selectivo y se quedara con unas mujeres e ignorase a otras?, siguió con su vuelta de tuerca la modelo. Tal vez. Piensa, dijo el anciano, que tampoco con todas las personas llegamos a intimar de la misma manera. Como uno no se compenetra con cualquier clase de paisaje o de trabajo. Ni siquiera cuando nos volcamos en hacer eso que llamamos arte sabemos qué parte de nuestras propias creaciones hablan con más autenticidad de nosotros. A veces sucede que es cuestión de tiempo. Si la relación con una mujer no funciona piensas que uno no está preparado para acceder a su dimensión compleja. O que ella no se sitúa en el mismo plano de exigencia que tú. No me hagas mucho caso, son pensamientos antiguos que normalmente no salen a superficie. Los intercambios de afecto parecen sencillos pero no lo son. Acceder a un estado sensorial con los cuerpos no es difícil, pero quien más o quien menos sabrá si después le queda algo más. Una atracción que no se explique meramente a través de un rato de sexualidad compartida. Pero incluso lo fugaz y pasajero alivia, no voy a mentirte. No tengo posiciones extremas al respecto y mucho menos desprecio cualquier actitud que elegida libremente por dos personas les ponga en contacto para satisfacerse mutuamente. Creo que todos somos capaces de todo, si bien lo que en muchas ocasiones limita es que hay una discordancia entre los tiempos personales de dos personas. Qué se le va a hacer, Ito, el azar de un encuentro siempre tiene dos caras, como te he dicho otras veces, y amar es echar los dados. Ito Kabane permanecía sin palabras, tratando de retener aquel diluvio de opiniones que le desbordaba, pero quería saber. Este hombre ha debido permanecer callado y ausente de este mundo durante mucho tiempo, pensó. ¿Sueles recrear imágenes de viejos encuentros para satisfacer tu deseo?, se atrevió a preguntar. Naturalmente, pero creo que mezclo mis propias fotografías mentales, dijo con sorna, con aquellas otras que apenas rozaron mis dedos sobre un clisé. Además mi rendimiento personal ha decaído a la hora de una cierta condescendencia física con la imaginación. ¿Te has obsesionado alguna vez con una mujer a la que nunca hayas accedido?, saltó Ito mientras acariciaba las sienes canas del hombre. El anciano sintió que la joven le estaba escudriñando su pasado. O que adivinaba, como las echadoras de cartas, una situación posible basándose en la observación del otro que va dejando pistas. Casi estuvo a punto de preguntar: ¿cómo sabes tú eso? Pero ella no podía saberlo, simplemente la curiosidad o la necesidad de comparar experiencias vividas o un control celoso sobre el hombre le incitaba a indagar. Sin que su rostro se alterase, dejándose mirar fijamente por la joven, Tatsuaki dudó si responder. Nunca me perdonaré no haber llegado hasta aquella mujer, hace ya muchos años, dijo al fin. Estuve tan cerca... Ito Kabane sujetó la mano del anciano. Le embargó tal ternura que sólo acertó a responder compasiva pero también eufórica: aquí estoy yo para compensar tu inaprensible fantasma. De mí nunca podrás decir que no me alcanzaste. A mí no podrás olvidarme, ratificó con energía.Ni siquiera cuando te estés muriendo, insistió divertida, y el viejo le devolvió una sonrisa amarga. No estaría mal saber que cuando muera lo haría recreando tu abrazo, dijo Tatsuaki sorteando con dificultad las palabras. Tal vez fuera el conjuro necesario que suavizase mi estertor. ¿O mi pena sería mayor al darme cuenta que iba a perderte? Ito Kabane no dejó que se abandonara a la melancolía. También yo te perdería a ti, afirmó. Para evitarlo me extraviaría en ese instante contigo. Tatsuaki sintió lástima de la mujer. Pensó que un anciano no debe arrastrar jamás a una joven al precipicio. No debes hablar así, le dijo. Pero a la vez las palabras de la chica activaron su resistencia. No quiero morir nunca, susurró rabioso a su oído. Se entregó a ella de nuevo, aplacando inquietudes, marginando recuerdos. Obviando que sus fuerzas limitadas, que ella alimentaba con renovada y apacible tenacidad, podrían suponer el seppuku de su maltrecha virilidad. 



25 de mayo de 2017

Revelaciones del viejo fotógrafo


(Eikoh Hosoe)


La diferencia entre la largura de los dedos de Ito y los de Tatsuaki es mínima. También se asemejan en la delgadez. Puestos en paralelo no se distingue en ellos tamaño ni peso. No así su conservación, tersos y rectilíneos los de la chica, arrugados y ligeramente corvos los del anciano. Pero cuando se tocan no hay división en las sensaciones. O bien si en la primera percepción les choca un poco su roce tienden a compensar la diferente textura. Por distintos motivos el hombre y la mujer agradecen el tacto enfrentado y obtienen el punto placentero que cada uno desea percibir del otro. Shintaro Tatsuaki retiene en su cuerpo a través de las yemas de la chica el lenguaje iniciático de los sentidos, que creía olvidado. En Ito Kabane la dulce herida del placer tiene lugar cuando él deja caer lentamente sus manos ásperas sobre cualquier espacio de su piel. Una experiencia que la estremece pero a la que se entrega sin dudar. Siempre quise amar un cuerpo rijoso y abrupto como el tuyo, dice la joven abiertamente. Y yo no dejar de gozar un cuerpo volátil y lúbrico como el que me ofreces, dice el viejo en un juego de contrapartidas que les aboca a ir más allá.

Tiempo de revelaciones mientras brindan con sake. Ella, cruzando las piernas sobre el tatami, ágil, esbelta, se deja servir. Nunca tan acogida como estando contigo, le dice al viejo. Nunca tan libre para explorar las distancias que el tiempo sitúa a los cuerpos, dice. No hay más sentido del brindis que el instante, dice el fotógrafo, arrodillado frente a la joven. Como el clic certero de una cámara, cuya extensión reside en la calidad de la toma, en que ese clic firme haya respondido al ojo que uno pone en el paisaje o en un rostro. Y dura para siempre. Yo ahora brindo para que estas horas duren incluso cuando las horas no existan, apostilla Tatsuaki. Pueden durar más que el instante, responde la mujer, porque nuestra pulsación ha sido certera. Tu sueño, Tatsuaki, recogía imágenes antiguas y probablemente mucho más sabias que las que yo puedo tener. Estoy segura de que tus sueños de esta noche se nutrían de tu propio oficio, de las hermosas fotografías que nuestros abuelos realizaban y a veces coloreaban. O de la literatura de la que te habrás empapado, algo en la que yo soy una neófita. Todo aquello andará perdido en tu subconsciente. Yo soy la actualidad tangible pero tus sueños aún no me reconocen porque todavía me posees y estoy cerca. Tatsuaki se conmovió al escucharla. Es tan segura cada afirmación de la chica, pensó. Sí, dijo con voz melancólica, los sueños vienen para compensar las carencias y para sustituir las pérdidas. Se sintió atrapado en el diálogo. Ito, lo que haya leído o visto o simplemente escuchado de viva voz, sumado a los vaivenes que nuestra sociedad ha sufrido en el siglo pasado, y aunque no todo lo hayas vivido en persona, juega malas pasadas. Quieres entender el mundo por medio de todo ello, pero los sueños no interpretan el mundo, lo transforman. Lo normal es que, como otras veces me ha pasado, uno sueñe con obreras o conductoras de tranvías o estudiantes o incluso con las enfermeras de aquella guerra que nos tocó casi al final a los de mi generación. Me cansé de fotografiar todo tipo de personajes de la vida ordinaria, pero la vida natural, la excepción que se ha apoderado de mí desde que te conozco ha buscado otros interlocutores oníricos. No me reprendas por ello. Soñar no es un acto voluntario. Llevarte a los sueños, aunque estés aquí, es una consagración.

Volvieron a alzar la taza y a rozar sus dedos mientras ejecutaban el ritual. Entonces, la joven preguntó. Me gustaría saber cómo amaba en tu sueño cada una de las mujeres que dices que tenían mi rostro. ¿Era la geisha la más sabia y aplicada? ¿O acaso la noble señora, alejada del guerrero, multiplicando sus fantasías de manera exquisita? ¿Pudo ser la joven campesina, que aparentaba recato y sumisión, la que más te complacía con su inocencia, tras la que ocultaba un larvado deseo? Al anciano fotógrafo le brillaron los ojos. Este es el instante que siempre recordaremos, dijo. Sí, respondió la modelo, el clic que nos hará permanecer. Pero no me has respondido, añadió.





15 de mayo de 2017

Presencias reales


(Nobuyoshi Araki)


El anciano fotógrafo despierta del breve letargo al que le ha conducido su fatiga y dice a la joven: creo que he tenido un sueño en que recorría tu cuerpo palmo a palmo y no atisbaba rastro alguno de tatuajes. ¿Y qué más aparecía en tu sueño?, pregunta Ito Kabane. Aparecías tú en distintos tiempos, vistiendo con prendas que unas veces eran antiguas y otras actuales, maquillada o a piel limpia. Tan pronto sugerente como reacia a mis solicitudes. Tus comportamientos parecían semejantes pero no lo eran, responde el viejo. Ella insiste. ¿No se trataría acaso de otras mujeres? Tatsuaki habla despacio, como si se esforzara por no dejar escapar el sueño. No, dice. Eras tú, sólo tú. Pero habitabas personalidades contradictorias. Cada una de ellas intentaba llevarme para sí desprendiéndose de las otras. Te mostrabas como la noble esposa de un sogún, que traicionaba a su marido enviado por el emperador a una guerra lejana. En otra ocasión eras una geisha sensible y delicada, educada en la corte antigua de Edo, que rompía la disciplina y la educación de una geisha para encontrarse a escondidas conmigo. Y cuando estaba a punto de disfrutar de su entregada habilidad desaparecía la mujer de compañía y tu rostro, sin haberse ajado lo más mínimo, se ofrecía como una aldeana juguetona y sonriente que abandonaba sus tareas campestres y me conducía a la orilla de un arroyo. Lo misterioso es que ninguna de aquellas mujeres, que eran la misma, llevaba tatuaje alguno en sus cuerpos. La joven se sintió halagada por el relato fantasioso del viejo. Luego le objetó. Pero son personajes que en la vida real debieron tener caras y actitudes muy distintas debido a sus roles, que vestirían con prendas que no se parecerían en absoluto, y seguramente sus modales no tendrían nada que ver entre sí. Seguro que ninguna de ellas era yo, volvió a la carga. Creo, más bien, que antiguas amantes han aparecido en tus sueños, sin duda llegadas para disputar por celos mi presencia, dijo con abierta picardía. Tatsuaki rió. No me veo tan viejo como para haber vivido en tiempos de los sogunes o de las geishas, y mi infancia campesina queda ya muy lejana. No te equivoques. Aunque fuera mi sueño yo sé que se basaba en lo vivido esta noche aquí contigo. ¿Acaso has descubierto tantas personalidades dentro de mí?, sugirió la joven. ¿O has jugado a inventarlas y a recrearte en ellas? El fotógrafo, saliendo de su lasitud, respondió apartando de golpe la sábana que cubría a la mujer. ¿Ves cómo no tienes ningún tatuaje?, dijo mientras admiraba la desnudez insólita, irrepetible, de Ito. Como las mujeres del sueño.



4 de mayo de 2017

Prolongada desnudez



(Nobuyoshi Araki)



Volver a ser tu propio cuerpo, cansado y lacio, es triste, dijo Shintaro Tatsuaki con voz apagada. ¿Tanto has sentido el mío?, replicó audaz Ito Kabane, interpretando aquella brizna de angustia del hombre. Tatsuaki necesitaba mantener el calor de la ternura en la que habían estado envueltos. He sentido el tuyo y he recuperado el que una vez tuve, afirmó. Los humanos estamos condenados a la soledad y la mayor y más grave forma que adopta es el deterioro corporal, evidentemente, pero así mismo la incomunicación y la pérdida de ilusiones. Uno está solo de verdad cuando no puede responder con vigor natural a nada y a nadie, cuando va siendo más incrédulo y, sobre todo, cuando no se soporta a sí mismo. Algunos soslayan la degradación que poco a poco les mengua frecuentando relaciones sociales con reprimida desgana, intentando que ciertas actividades cotidianas de trabajo o de entretenimiento les hagan creer que aún están enteros. A nadie se nos oculta que cada vez perdemos más ritmo y que vamos echando por la borda proyectos que nos habían mantenido y que ahora se nos ofrecen con escaso si no insuficiente interés. El anciano hizo un alto mientras la joven le contemplaba absorta, pendiente de sus palabras, que ella consideraba una revelación, también sabiduría. Hay facetas de nuestra vida especialmente complicadas y críticas, siguió el fotógrafo. Es verdad que los hombres nos resistimos, incluso mantenemos contactos esporádicos, no importa de qué manera, con mujeres porque necesitamos demostrarnos lo que ya no somos. Estamos y no estamos con ellas, porque lo que realmente nos interesa es saber que en nosotros aún late algo. ¿Quieres decir que hay mucho de engaño a medida que avanza la edad?, le interrumpe la joven. Yo te he sentido auténtico, increíblemente vigoroso. Hasta espontáneamente tierno, como si no hubiera merma en tu generosidad de dar y en tu capacidad de recibir, insistió Ito con pregonada sinceridad. Al anciano le agradó aquel reconocimiento de una mujer a la que multiplicaba en edad. Pero necesitaba expansionarse. Siempre hay engaño a lo largo de la vida, unas veces malévolo, otras necesario y bienintencionado. Lo considero un ingrediente fundamental de uno mismo, a veces más estimulante que otros. La verdad aísla. Si hubiera siempre verdad en las cosas pereceríamos antes. Ito Kabane miró con perplejidad al anciano pero le premió con una sonrisa. No voy a dejar que te alejes, le dijo. Aunque yo viaje siempre estaré muy cerca, le confesó al hombre. Tatsuaki sujetó la cabeza de la chica, introdujo sus dedos entre los cabellos húmedos de sudor, habló a sus ojos y miró su boca. Le habló pausadamente, con voz melancólica. Nunca como ahora había tenido tanto miedo a la ausencia, Ito. Nunca me habían dado tanto pavor las palabras entusiastas ni tanto espanto las promesas que tal vez difícilmente se puedan cumplir como las que escucho de ti. Haz lo que debas y quieras hacer, le dijo, casi le exigió. No estaría bien que yo te pidiera que volvieras, si bien debo reconocer que durante este tiempo en que nos hemos amado me has hecho ser el que una vez fui. Y no he querido ser otro, ni para nadie más.

Duró el silencio entre la joven y el anciano. Se agotaron las palabras, pero fructificaron las miradas, se activaron los tactos, crecieron las ansiedades. Acercaron otra vez el calor de sus carnes. Aquella desnudez compartida les reclamó de nuevo. Como si ambos pensaran: no puede, no debe haber un después.





24 de abril de 2017

Los entregados


(Jacob Aue Sobol)


¿Cuántos nombres quiso pronunciar el anciano Tatsuaki en los oídos de la joven Kabane? Estaba allí, con ella, solo dado a ella, únicamente dejándose capturar por la mujer intensa de ese momento de su vida. Pero ¿por qué le atravesaban fugaces y dolorosas las imágenes de cuantas mujeres había amado? Y sin embargo, lo percibió como una especie de ensoñación, sin que descuidara su entrega y sin que la joven advirtiera que el pasado trataba de zaherirlo como una venganza pasional. ¿Con qué derecho aquellas sombras trataban de impedir que el hombre alcanzara goce como en los mejores tiempos de su cuerpo? En el juego entre ambos, las palabras de placer fluían calmas y precisas de la boca del viejo. Las elegía con su forma de metáfora o de alegoría o simplemente comparándolas con elementos que él consideraba sublimes en la naturaleza. Musitaba rozando su cuello como si se tratara de invocar un hechizo. Tal era su tacto o la presión de su cuerpo sobre ella, un deslizamiento casi volátil. Ella se conmovió en la manera novedosa de amar que tenía aquel hombre. No solo diferente respecto a cuantos hombres había amado antes, sino inductiva, generadora de nuevas emociones. Lo asió con mimo pero también con excitación y no hizo remilgos de aquel cuerpo huesudo y de movimientos sosegados. No apartó su cara del perfil que le acariciaba. No rehuyó su boca de los labios caídos pero cálidos que convertían las palabras en una succión tenue y prolongada. No evitó su aliento de hambre y de sed que le pareció tan auténtico como turbador. Ito Kabane se dio cuenta de pronto que el hombre la tenía aferrada, que no era ya ella quien agitaba la actividad del anciano, que éste crecía en la posesión de su cuerpo juvenil. El anciano no ocultaba que estaba recuperando la memoria sobre otro cuerpo. Una memoria que había considerado perdida para siempre. Y aquel olvido de las sensaciones que tantas veces le habían embargado parecía ser reparado por la joven Kabane, que le devolvía con creces la medida de una fuerza que le remitía a sus orígenes. Como cuando se descubre de pronto un paisaje inédito o uno se deja seducir por una escena callejera asombrosa. La mirada experimentada del fotógrafo aparecía ahí de nuevo bajo otro prisma. Ahora era todo su cuerpo el que buscaba y toda su sangre latente la que actuaba en otro cuerpo. Ito Kabane vibró con el abrazo convulso del hombre. Se cimbreó a lo largo del cuerpo de Tatsuaki, del que escuchó brotar una voz profunda que se acercaba al placer de ella. Él lo pronunció con nitidez, acompañándolo del vigor de su bocanada húmeda. Esposa única, la llamó. Entonces la joven comprendió el carácter de ceremonia al que se habían aplicado ambos. Huyendo de las horas, del pasado y sus fantasmas y, sobre todo, anclándose a un destino enigmático que carecía de planes pero que se había instalado con desconcertante conmoción entre los dos.    


  



14 de abril de 2017

Mutuos acogimientos


(Ishiuchi Miyako)


No estés inquieto, yo te acogeré, dijo ella. Han sido muchos años de desamor, comentó el viejo. Sólo los que no han amado nunca, o escasamente, ignoran la fuerza que para cada uno conlleva la decisión del desamor, le respondió la joven con audacia. Lo ves así porque eres joven, Ito, pero el desamor no es únicamente alejamiento de otra persona. No se decide, se instala de manera lenta y dañina. Lo peor es que te alejas de ti mismo. Que ya no te atreves  a probar de nuevo con cierta consistencia, que no sabes reconstruir tu mundo afectivo. Y te acostumbras a lo fácil, a la oportunidad que te surja. O al olvido. Pero eso te obliga a sacar fuerza de ti mismo y te pone en el camino de la superación, Tatsuaki, dijo ella con soberbia juvenil. Yo he vivido siempre de esa manera y aquí estoy, y sonó a confidencia. Más o menos a gusto, pero sobreviviendo, y sabiendo distinguir quién quiere aprovecharse de una o quién te necesita realmente, dure lo que dure el sentido de un encuentro. El amor es siempre circunstancial, y más cuando oficios como el mío no te dan estabilidad, remató Ito Kabane. Sus ojos se encontraron a través de miradas diferentes pero intensas. No estés inseguro, dijo al anciano atrayendo su cuerpo frío hacia el propio. La firmeza de ideas de la joven estremeció al hombre. Hablas como yo opinaba hace mucho, eres una alumna aventajada de la esperanza, pero mi tiempo es un tiempo extraviado. Sintió que el cuerpo flexible y encendido de la mujer se apoderaba del suyo, y quiso creer que lo había tenido siempre. Tantos años...musitó en un guiño quebradizo. Habré perdido el saber acumulado, tal vez las reacciones de los sentidos, sin duda que la energía. Pero no la ternura, estuvo a punto de soltar ella. No te acojo por compasión, ¿sabes?, ni por curiosidad, entiéndeme, ni por ponerme a prueba a mí misma, dejó caer espaciadamente la modelo en el oído del fotógrafo. No me lo creo, pensó para sí el hombre, pero no respondió. Prefirió la seguridad de la ilusión incierta. Notó que su cuerpo despertaba de un letargo largo, extendió las manos hacia la belleza oferente y se dejó querer.      




3 de abril de 2017

Devaneos de Ito Kabane


(Jacob Aue Sobol)


Me gusta la delicadeza de Tatsuaki. ¿Habrá sido siempre así o es cosa de la vejez, que vuelve más pusilánime a la gente? Me agrada exponerme sin inhibiciones a su mirada. No se trata de ser fría y no dejarme afectar, ya tengo muy superadas las observaciones recónditas, y a veces perversas, de los hombres. Tal vez sea el acicate por el hecho de que le pueda estar seduciendo. Aunque ¿qué problema puede haber en que a su edad se sienta atraído hacia una mujer a la que multiplica en años? Su mente es muy cuerda y eso me cautiva. Sus sentimientos son como una cosecha de intensas y profundas experiencias asimiladas que le han hecho más fuerte para defenderse y sobrevivir. Su actitud comprensiva ante cualquier situación o conducta de los hombres le vuelve hermoso. Sin embargo, le veo tan frágil en su soledad sentimental. ¿Es lo que nos espera a todos cuando lleguemos a ancianos? Le concedo el don de ofrecerle mi cuerpo y mis movimientos a cambio de que él ejecute lo que tal vez sean las últimas obras de un profesional al que ya no se tiene en cuenta. Él, que tanto ha aportado a reflejar las vidas de fuera y dentro de los individuos, permanece ahora prácticamente olvidado. Suficiente para que su alejamiento del mundo se acentúe. ¿Podría yo dejarlo a las puertas de proporcionarle un regalo mayor? Lo que ha aportado con su trabajo sería incompleto. Sé que posee una mirada magistral, y que lo demostrará a la hora de revelar las fotografías que me haga. No, no tengo actitud de caridad con él. Es otra cosa. Acaso un instinto de protección que reclama una correspondencia. ¿O disimulo una insaciable y furtiva tentación de vivir con él lo que no he sentido con otros? Si Tatsuaki me desea y sabe llegar con su cámara hasta cada rincón de mi cuerpo y a cada manifestación de mis poses más auténticas, ¿no se merece atravesar el aura de mi piel ante la cual su prudencia le hace detenerse? No me da temor su gesto huidizo, ni me produce desagrado alguno el tacto de sus manos, ni hay fricción incómoda en los roces ocasionales con su cuerpo, ni creo que su carne ajada y floja esté desprovista de calor. Además, ¿no es el verdadero fin del amor obtener calor? Esa soledad que le cohíbe para hablar de sus pasiones lejanas, ¿le habrá causado olvido para saber manifestarse en intimidad con una mujer? Sería una cínica si ocultara que la curiosidad me excita. ¿Cómo amará un viejo a una joven? ¿Será su falta de vigor una barrera? ¿Repelerán los olores de un cuerpo lacio? ¿Se extraviará en un llanto si no consigue poseer a la mujer? ¿Se deshará de mi como si fuera un novato sin acierto? Mis prejuicios inducen a que me haga preguntas sin cesar, como un intento sospechoso para que desista de entregarme a él.    

Señor Tatsuaki, saltó de pronto agitada la joven interrumpiendo sus pensamientos revoltosos. Haga de la fotografía sobre mi cuerpo el recto camino hacia el calor, que además es luz, pidió con evidente y sagaz discurso zen. Soy lo que usted quiera ver dentro de mí. Descúbreme pues, insistió descendiendo al tuteo. El hombre pareció ignorar a la chica. Pero en aquel tuteo reverdecieron dentro de él las edades perdidas del amor.




26 de marzo de 2017

Preparativos para el ritual


(Rikki Kasso)


¿Te sientes cómoda, Ito? La joven sonrió, agradecida por la pregunta del anciano. Pocas veces se han interesado los fotógrafos por mi estado cuando me he expuesto a sus cámaras, respondió. Ellos iban a la urgencia de disparar sobre mi cuerpo y luego elegir con arreglo a lo que las marcas comerciales pidieran. Lo nuestro no es comercial, dijo el viejo, y ella supo encajar el doble sentido. Quiso seguir explicándose. ¿Sabe por qué estoy tan relajada? Porque lo necesito. Necesito que una sesión fotográfica no sea una sesión, sino una ceremonia, como usted dijo una vez que le gustaría hacer. Cada fotógrafo para el que he posado era un mirón, bien encubierto o bien descarado. Demoraban el trabajo, me pedían que me quitara y me pusiera prendas, que alternara posturas extrañas, a veces incluso violentas, con la excusa de que no acertaban a reflejar la idea que el cliente reclamaba. Algunos no se limitaban a mirarme, me hacían sugerencias extralaborales, digamos. ¿No me pregunta si acepté, señor Tatsuaki? El hombre sonrió con naturalidad. ¿Por qué debería preguntarte? Jamás se me ocurriría interferir en la vida de otra persona, y menos en su pasado. ¿Y si le pido que me haga la pregunta, señor? Tatsuaki tragó saliva con disimulo. Este trípode está bastante endeble, dijo. ¿Y si a mí me apetece contárselo, aunque no me lo pida?, y la joven Ito parecía portarse como una adolescente caprichosa, evadiéndose de la mujer con autocontrol que Tatsuaki había considerado que era. Por supuesto, dijo el anciano imponiendo una tierna autoridad, siempre te escucharía. Te dejaría hablar de cuanto quisieras, te permitiría que me hicieras las preguntas más curiosas, si eso es lo que también pretendes con tu propuesta. Nuestra diferencia de edad no tiene por qué ser un abismo para comunicarnos, dijo al fin el fotógrafo temeroso de que la joven le estuviera buscando una vuelta impredecible. De pronto, la joven Kabane se centró en la escena. ¿Me prefiere saliendo de un kimono o de una yukata?, dijo. El anciano le miró con escepticismo. ¿Por qué tiene que ser de unos vestidos tradicionales tan rígidos?, preguntó con cierto tono de objeción. La joven saltó admirada de la duda. ¿Y usted me lo pregunta? ¿No va siquiera a sugerirme cómo debo vestir o desnudarme para que haga usted las mejores fotografías de su vida? El hombre se turbó, no sabiendo si por el ímpetu de la mujer o por la manera de obligarlo a valorarse como si aún estuviera en la mejor etapa de fotógrafo. Fue salomónico. Podemos probar con vestidos de ritual y con prendas cotidianas, no menos ritualizadas hoy día, le replicó Tatsuaki con mucho temple. Pues empecemos, dijo ella. Eso sí, no saque mi tatuaje hasta el final, según vayan saliendo las tomas. ¡Y míreme con más interés!, exclamó enérgica la modelo. Como un hombre debe mirar a una mujer apetecible, insistió no sin soberbia. El anciano percibió un temblor. No se sentía reñido, sino provocado por una latente pasión que empezaba a martirizarlo. Ito, esto tiene que ser una ceremonia, dijo firme y pausadamente.  


18 de marzo de 2017

Irezumi, una piel sobre la piel




Dicen que los cuerpos tatuados son las expresiones artísticas más antiguas, comenta Tatsuaki mientras observa el pequeño dibujo recóndito sobre la piel de la joven. ¿Antes que los humanos hablaran o que pintaran en abrigos de roca?, pregunta Ito. Sí, mucho antes, y el anciano sonríe. Eso me hace pensar en que el cuerpo ya fue el primer campo de experimentación natural, y no solo para hacer incisiones en él. Ito le mira con audacia. El cuerpo humano ¿lo es todo, maestro? El fotógrafo percibe con ironía esta expresión. Maestro le denomina, cuando aún no le ha enseñado nada. ¿Se trata de un reconocimiento o de una llamada? Lo es todo, en efecto, pero entiéndeme. Es todo porque cuanto existe fuera de nosotros, naturaleza, urbes y edificaciones, humanos, vínculos, edades, y toda la vorágine de creaciones artísticas solo adquieren valor en función de nuestra mirada. No solo de una tendencia colectiva, que siempre es abstracta, sino de cómo cada cual percibimos o, mejor dicho, recibimos, para satisfacción o rechazo, en nuestro cuerpo. Si cualquier cosa de fuera nos complace o asombra la incorporamos en alguna medida a nosotros. Si no nos hace sentir la repudiamos. Pero incluso el rechazo es un aviso más que tenemos en cuenta para futuras experiencias. Nos permite aprender. Ito desbroza lentamente con su mirada asombrada la mirada encendida del anciano. ¿Quiere decir que cuanto existe en el planeta o más en concreto cerca de nosotros, por muy real que sea, por mucho que afecte a millones de personas, solo puede justificarse mientras lo hacemos nuestro? Más o menos, ironiza el viejo, obviando a propósito que a la mayor parte de las leyes naturales le interesan escasamente las vidas humanas y sus efectos. Entonces, ¿sucede lo mismo con mi tatuaje?, pregunta la joven descubriendo más su dibujo. Está aquí, usted lo ve y soy yo quien lo llevo, por lo tanto solo puede ser mío. Tiene significado solo para mí y sin embargo si alguien me lo ve se está apoderando con la vista de él, lo quiere hacer suyo, ¿no? Así es, responde Tatsuaki, con la diferencia de que nada del tatuaje se desprende de tu piel, Ito, y el hombre o la mujer que lo mire, al intentar retenerlo para su recuerdo, se perturbará, saldrá de sí, y no podrá ya ser el mismo. La joven ha escuchado el extraño y sereno razonamiento del anciano. Palidece. ¿Tan inquietante es el significado de un tatuaje?, pregunta. Lo es. Aunque no tanto como el cuerpo que lo preserva.




11 de marzo de 2017

Las dudas del viejo adolescente


(Tatsuo Suzuki)


El viejo Tatsuaki no envió la carta imaginada a su joven amiga. Tampoco la rompió. Se daba cuenta de que cada ilusión llevaba consigo el contrapeso de un temor. Que dar un paso manifestando sentimientos era también exhibir debilidades. Que al revelar que había caído en una seducción, probablemente no tramada deliberadamente por la mujer, iba a exigirse esfuerzos que no sabía si podría realizar. Pero sobre todo era el miedo adolescente a ser rechazado lo que le sujetaba. Y él, se lo repetía una y otra vez, era extremadamente pudoroso. ¿Cómo podía latir aún dentro de sí, tras una vida azarosa, preñada de dificultades, maltratada por los desaciertos, una brizna de pasión? ¿Cómo podía abrirse paso entre su cuerpo achacoso y decrépito aquel entusiasmo que amenazaba con devenir en delirio? La represión a la que se estaba sometiendo le alteraba. Si lo que decía en una carta no nacida del todo era cierto, ¿por qué no arriesgarse? Mientras se debatía entre pros y contras consideró que entregándose solamente al mundo de la escueta razón jamás nadie probaría de la belleza y, por qué no, de la locura de los sentidos. Había separado tantas veces el ejercicio físico que perseguía placer de un sentimiento más profundo que le hubiera llevado a entrar en otra persona...Pero tampoco era tan rotundo ni tan diferente, se decía. ¿Cómo podían asegurar algunas personas a la ligera que un hombre y una mujer pueden entrar en contacto de cuerpos y desproveerse de sentimientos?  A cada mujer que he tocado, siquiera unas horas, la he reconocido amorosamente. Con cada mujer con la que desbrozado mi soledad, no importa la manera de haber llegado a ella, ha habido al menos un instante en que no he podido separar placer y contemplación de la belleza. Porque el placer no es solo sensación aguda, ni únicamente un deleite etéreo, sino llave para abrir tu propia puerta al mundo de lo inalcanzable. Nunca he sabido bien si realmente amamos o si nos imaginamos el amor. Puede que no sea otra cosa, por mucho que se sublime. Y si amar es imaginar, si es llegar a la percepción fantasiosa de que dos que vibran al unísono se reconocen, si es que uno permite al otro deslizarse en su propia búsqueda atenta, aunque no sienta del mismo modo, ¿qué importa la duración de la experiencia? ¿Qué valor superior puede tener una circunstancia sobre otra, bien se produzca un encuentro espontáneo o sea el resultado de un vínculo más estable? He amado a mujeres a las que pagué por unas horas o a las que conocí en un viaje. Por no mencionar la necesidad de acogernos que teníamos cuando el desastre de la guerra. ¿Puede definirse por la duración de un tiempo la intensidad de la pasión manifestada? ¿No puede haber más posesión y hasta más hondura allá donde la brevedad se impone por los motivos más indeseados o bien inesperados? ¿Desmerece acaso en sinceridad una cita sentida con una mujer a la que tal vez no volverás nunca a ver? Amar no ha debido ser para mí sino una constante y confusa persecución de mí mismo, aunque a lo largo de la vida haya necesitado, de manera prolongada o intermitente, a la mujer. Shintaro Tatsuaki se interrogaba con la baraja de las posibilidades, donde leía el juego inexplicable que siempre había practicado, para justificar su misma indecisión.

El viejo fotógrafo estaba entretenido cuidando sus plantas en la pequeña parcela ajardinada detrás de la casa, cuando Yuriko Hikoma, la vecina más cotilla, pero para él la más entrañable, entró con precipitación a anunciárselo. Señor Tatsuaki, su joven discípula viene hacia aquí. Se ha bajado del autobús  que procede de Sasakuza.






23 de febrero de 2017

Una carta inconclusa desde Shinjuku


(Tatsuo Suzuki)


No debería decirte esto. No debería decirte nada. Tendría tan solo que seguir el curso tímido y en parte extraño que a mi edad se me depara. Hablar de todo con prudencia, incluso de mi pasado, eso sí. Escucharte con alegría mesurada. Pero no revelarte los sentimientos que remueves dentro de mí. Podría traducirlos mal y querer lo que acaso no debo querer. Aunque ¿cómo puedo afirmar que no lo necesite? Y si lo precisara ¿sería saludable o me perjudicaría y entonces debería reprimir lo que bulle aquí dentro? Ito, si escuchases mis sueños, porque ellos tienen voz y cuentan y juegan a ser aún los sueños de alguien que creyera tener toda la vida por delante, ¿sabrías que te hablan a ti? Antes mis sueños me torturaban porque se inspiraban en lo que había quedado atrás. Tú todavía no has tenido tiempo de comprobarlo, pero cuanto vamos dejando en el pasado vibra por un salvaje complejo de pérdida y trata de vengarse erigiéndose en objetivo onírico, dejando su huella de vivencias arruinadas para que nos levantemos por la mañana desolados. ¡Quieren hacerse presentes de la manera más traidora que puedas imaginar! El pasado es vengativo, se resiste a no existir, y trata de canalizar su sed de desquite allá donde no llegamos. El sueño es propicio para él, es terreno fértil donde campa a placer.  A veces establece incluso una alianza con nuestros deseos inconscientes y nos martiriza, no solo en su territorio idóneo sino arrastrándose hasta nuestra vida cotidiana. Pero últimamente hay noches en que lo que sueño no se basa en experiencias pretéritas. Y las imágenes son nuevas y los rostros se muestran agradables y las palabras son propuestas y tu nombre se desvela entre todo ello y tu cuerpo se acerca al mío y yo me veo aún entero, ágil, deseable. No sé si este escrito te lo haré llegar. De momento es un desahogo, o una puesta en orden de unas inquietudes que jamás pensé que podrían apurarme a estas alturas. Pero ¿y si me dejo llevar por un arrebato y establezco un puente entre mis ilusiones y tú y te entrego la carta? Soy pudoroso aunque creo que podría afrontar el bochorno. No tengo mucho que perder. Uno siempre piensa que a un viejo se le permite que exprese casi todo. No solo sus quejas, sus desaires, sus apartados silenciosos, sus resistencias. También se le admiten quimeras, porque se le considera un delirante y se reciben sus ensoñaciones con afable bondad. De ahí no pasa, ciertamente. Pero yo no quiero, Ito, que me hagas sentir así. No hagas nunca caridad conmigo. Nada de un gesto, unas sonrisas, unas palmaditas graciosas. Preferiría tu desdén, no volver a verte, porque al menos sabría que me has tomado en serio. ¿Debería resignarme ante lo improbable? Tal vez estoy yendo contra aquello que muchos llaman la ley natural, algo que nunca he comprendido bien. Porque ¿qué clase de naturaleza establece límites a la necesidad del hombre? ¿Qué naturaleza puede reprimirse a sí misma? Y puede, claro que puede. Uno de sus rostros se impone al otro y le ordena que no vaya más allá. Y le habla al anciano con voz ronca y le dice que se conforme con la tranquilidad, con el pequeño bienestar y cierta capacidad de movimientos para que no se vea un inútil total. Pero ¿y si escuchara la otra voz de la naturaleza desafiando sus riesgos? ¿Y si tú fueras esa otra respuesta que detuviera mi tiempo ineluctable?





16 de febrero de 2017

En el estudio del fotógrafo Tatsuaki


(Nobuyoshi Araki)


A la joven Ito Kabane el barrio donde vivía el anciano le pareció apacible. Algunas nuevas edificaciones habían alterado para peor el perfil arquitectónico, pero sobrevivían cogollos de pequeñas viviendas que permanecían sin modificar, en un estado análogo a décadas pasadas. Si bien humildes, no se las veía abandonadas y, no obstante la sencillez de los materiales, se observaba en ellas ciertos cuidados que expresaban vida. El mantenimiento del jardín, un pequeño huerto activo, la reparación de los tejados, el adecentamiento de las fachadas. Los compromisos de Ito Kabane la habían mantenido alejada del anciano durante varias semanas. Creí que te habías olvidado ya de nuestro acuerdo, dijo sorprendido y tembloroso Tatsuaki al verla entrar en su casa. Se arrepintió al instante, por si sus palabras contenían reproche, él que no era dado a reprochar nada a nadie. La modelo se había presentado en el antiguo estudio del fotógrafo sin avisar. Me pillas con el piso descuidado, avanzó como excusa para disimular su confusión. Confusión que pretendía disimular una incontenible alegría por la súbita aparición de la mujer. 

El estudio propiamente dicho ocupaba la planta superior de la casa. Pocos cambios había realizado en él. Mantenía sus cámaras antiguas, su cuarto oscuro, un tanto desasistido, y aquellas telas que en ocasiones utilizaba para que los cuerpos de sus clientes resaltaran. Todo ello bastante obsoleto. Ito lo advirtió pero no dijo nada. Duermo en la parte baja, le dijo Tatsuaki, ya te habrás dado cuenta al pasar. El revoltijo habla por sí solo, insistió avergonzado. Antes había sido al revés, la vida privada arriba y el trabajo en la planta de calle. Mi cuerpo no está para andar subiendo y bajando ni siquiera estos cuatro peldaños. Además, y el hombre dio cierto énfasis a sus palabras, la luz que se recibe arriba ayuda a mi vista y a una suerte de alternar luces y sombras cuando tengo que realizar una fotografía especial. Prefiero la luz natural, confirmó. ¿Sabes, Ito? Nunca quise añadir nada a las imágenes de los clientes que no aportaran ellos mismos por su propia manera de ser. ¿Cree que hay dos luces entonces?, preguntó Ito al anciano. Siempre, aseveró Tatsuaki. La clave de una buena toma es cuando la luz externa, no importa si abunda o escasea, si es soleada o turbia, coincide con la que desprende un cuerpo. Ito mostró asombro. Me gusta su teoría, dijo. No, no me lo invento, se defendió el fotógrafo. Lo tengo comprobado, podría mostrarte infinidad de copias y tú misma distinguirías enseguida dónde se da esa convergencia de luces y cuáles se deben solamente al artificio. La joven le miró con ojos asombrados. Me gusta su talento, Tatsuaki, para mí su manera de proceder es todo un un desafío. Hasta ahora había estado rendida forzosamente a las luces y los fondos artificiales. Y, desde luego, a las órdenes y los caprichos de fotógrafos con dudosos escrúpulos, y pobre imaginación. Pero su método, señor Tatsuaki, es una propuesta que me cautiva, aunque no sé si sabré responder convenientemente. Sabrás, no lo dudes, dijo el anciano. Además, prácticamente lo vas a hacer todo tú. Imagina que yo apenas te digo: detente o muévete. Y que a partir de esos dos conceptos, digamos, opuestos y aparentemente irreconciliables, tú decides si quieres quedarte parada, echada o de pie o sentada recogida sobre tus rodillas, en las múltiples formas que un cuerpo puede adoptar. Y en esa decisión por detenerte un instante ha obrado mientras un movimiento, varios movimientos, aquello que denota que para llegar a una meta física antes hay que cambiar algo. Ito sintió un desasosiego placentero. Pero, ¿todo eso tiene que salir de mí?, preguntó. No voy a exigirte nada, respondió Tatsuaki, solo podría sugerir si tú misma dudas. Pero incluso dudando ya me estarás mostrando cómo eres. Imagina que solo te digo: Ito, llegas de la calle, apesadumbrada por algún problema o contenta porque has resuelto algo, y estás en tu casa, y haces lo que sueles hacer en tu casa, tocas los objetos que quieras, te sientas donde te apetece, te tumbas con la mirada perdida en el techo o das volteretas sobre el tatami. Estás sola y obras como te da la gana. Pues bien, aquí tampoco habrá nadie. Este viejo loco estará tras una sombra silenciosa, empuñará sin ruido una vieja cámara y simplemente seguirá con pasos débiles, sin molestar, el ejercicio de tu cuerpo. ¿Te ves capaz de ser así? Y mira que digo ser, no actuar. A Ito Kabane la proposición delicada del fotógrafo le pareció que celebraba, como nunca había sentido antes, el casamiento de la materia con la feminidad. Puedo intentarlo, respondió conteniendo sus emociones.