(Nobuyoshi Araki)
En la insólita soledad de Margarida Afonso dos Anjos la barrera entre el sueño y el deseo se había desvanecido. No porque uno hubiera cedido al otro, sino porque ambos elementos oníricos daban en encontrarse a capricho en la vasta capacidad imaginativa de la mujer.
Podría decirse que el anhelo por saciar su instinto no hallaba un asiento definido. Tan pronto tenía su origen en la ficción a la que se procuraba cuando estaba consciente como se evidenciaba en el sueño más profundo que la mantenía apartada de cualquier realidad tangible. De hecho, había mañanas en que Margarida no distinguía si iba o venía del sueño o si deambulaba por este mundo ingrato que parecía reservado solamente a los tediosos. Nadie, salvo su amiga de la infancia, Inês dos Praceres Gomes, sabía de su trato carnal con seres que no eran de este mundo. Digo si no será que te produce tanta ansiedad el apetito febril que buscas satisfacer contigo misma, decía Inês dos Praceres a su amiga con toda la confianza de quien se sabe confidente. Pero Margarida Afonso dos Anjos siempre le respondía que no era ella consigo misma. Que la presencia de aquellos personajes potentes, no importaba si tenían un gran cuerpo o si se trataba de enanos enclenques y deformes, era algo real. Que ella era el médium y a la vez el objeto de placer. Que la habilidad y ternura de cualquiera de aquellos íncubos, así los nombró, la hacían nueva cada vez que la tomaban. Y que nunca había obtenido tanto disfrute y cuidado de un hombre como ahora se lo proporcionaban sus conquistadores anormales e improvisados. A ver, Margarida, le decía entonces su amiga. Si es íncubo se trata de un personaje que se posa sobre la mujer solamente en el sueño. Esa es la leyenda. Si estás despierta tiene que ser algún hombre con el que hayas estando coincidiendo últimamente o un vecino que se te venía insinuando, alguien con el que no quieres establecer una relación estable, ni depender de él, que no quieres reconocer ante ojos ajenos, y yo lo puedo entender. Es decir, un hombre normal, no importa si hermoso o feo, si de poca entidad física o de una fortaleza considerable. Sin embargo Margarida insistía una y otra vez que no. Que si fuera un hombre conocido le revelaría a su amiga quién era y si hubiera sido un hallazgo casual también. Pero aquellos seres se le presentaban en situaciones inesperadas, unas veces trascendiendo sus horas de descanso y otras interrumpiendo sus quehaceres diurnos. ¿Nunca los has visto venir?, preguntaba su amiga, intentando persuadirla de que introdujera cierta dosis de cordura en su mundo de concupiscencia. ¿Se aproximan despacio, hablan, sonríen, solicitan, se desvisten, acarician, susurran? Y los verbos de Inês se multiplicaban tratando de dar con alguna pista que le hiciera ver a su amiga que una cosa es la ensoñación y otra la aprehensión real del amor de un hombre. Si son seres delicados no pueden ser monstruos, apostillaba. Y tú qué sabes, le replicaba Margarida. ¿Acaso un hombre ordinario es siempre una fuente de delicadeza o un torrente de satisfacción? Los monstruos que me acechan no lo son porque manifiesten un trato zafio. Y su caracterización física, qué quieres que te diga, Inês, no me provocan rechazo y más cuando superan con creces la capacidad amatoria de cualquier varón. ¿Pueden tratarse de las volubles formas que adquiere el deseo cuando se le sublima?, le sugería su amiga. Pero no son figuraciones, respondía Margarida Afonso dos Anjos, pues cuando recibo sus cuerpos percibo un peso, sus extremidades presionan las mías, su aliento devora el de mis jadeos, su sudor se enturbia con mi sudor, y cuando bebe de mí y yo me sacio de él es como si apuráramos del mismo cáliz, y cuando me sujeta y me agita y me levanta con su cuerpo no pienso en la caída. Es la caída más desgarradora, pero a su vez más dulce y enajenante que jamás me ha poseído.
Inês dos Praceres Gomes no dijo nada. Pero el escalofrío al escuchar a su amiga tenía el aire de una invocación que solamente los íncubos, ni siquiera los hombres habituales, pueden advertir.
Podría decirse que el anhelo por saciar su instinto no hallaba un asiento definido. Tan pronto tenía su origen en la ficción a la que se procuraba cuando estaba consciente como se evidenciaba en el sueño más profundo que la mantenía apartada de cualquier realidad tangible. De hecho, había mañanas en que Margarida no distinguía si iba o venía del sueño o si deambulaba por este mundo ingrato que parecía reservado solamente a los tediosos. Nadie, salvo su amiga de la infancia, Inês dos Praceres Gomes, sabía de su trato carnal con seres que no eran de este mundo. Digo si no será que te produce tanta ansiedad el apetito febril que buscas satisfacer contigo misma, decía Inês dos Praceres a su amiga con toda la confianza de quien se sabe confidente. Pero Margarida Afonso dos Anjos siempre le respondía que no era ella consigo misma. Que la presencia de aquellos personajes potentes, no importaba si tenían un gran cuerpo o si se trataba de enanos enclenques y deformes, era algo real. Que ella era el médium y a la vez el objeto de placer. Que la habilidad y ternura de cualquiera de aquellos íncubos, así los nombró, la hacían nueva cada vez que la tomaban. Y que nunca había obtenido tanto disfrute y cuidado de un hombre como ahora se lo proporcionaban sus conquistadores anormales e improvisados. A ver, Margarida, le decía entonces su amiga. Si es íncubo se trata de un personaje que se posa sobre la mujer solamente en el sueño. Esa es la leyenda. Si estás despierta tiene que ser algún hombre con el que hayas estando coincidiendo últimamente o un vecino que se te venía insinuando, alguien con el que no quieres establecer una relación estable, ni depender de él, que no quieres reconocer ante ojos ajenos, y yo lo puedo entender. Es decir, un hombre normal, no importa si hermoso o feo, si de poca entidad física o de una fortaleza considerable. Sin embargo Margarida insistía una y otra vez que no. Que si fuera un hombre conocido le revelaría a su amiga quién era y si hubiera sido un hallazgo casual también. Pero aquellos seres se le presentaban en situaciones inesperadas, unas veces trascendiendo sus horas de descanso y otras interrumpiendo sus quehaceres diurnos. ¿Nunca los has visto venir?, preguntaba su amiga, intentando persuadirla de que introdujera cierta dosis de cordura en su mundo de concupiscencia. ¿Se aproximan despacio, hablan, sonríen, solicitan, se desvisten, acarician, susurran? Y los verbos de Inês se multiplicaban tratando de dar con alguna pista que le hiciera ver a su amiga que una cosa es la ensoñación y otra la aprehensión real del amor de un hombre. Si son seres delicados no pueden ser monstruos, apostillaba. Y tú qué sabes, le replicaba Margarida. ¿Acaso un hombre ordinario es siempre una fuente de delicadeza o un torrente de satisfacción? Los monstruos que me acechan no lo son porque manifiesten un trato zafio. Y su caracterización física, qué quieres que te diga, Inês, no me provocan rechazo y más cuando superan con creces la capacidad amatoria de cualquier varón. ¿Pueden tratarse de las volubles formas que adquiere el deseo cuando se le sublima?, le sugería su amiga. Pero no son figuraciones, respondía Margarida Afonso dos Anjos, pues cuando recibo sus cuerpos percibo un peso, sus extremidades presionan las mías, su aliento devora el de mis jadeos, su sudor se enturbia con mi sudor, y cuando bebe de mí y yo me sacio de él es como si apuráramos del mismo cáliz, y cuando me sujeta y me agita y me levanta con su cuerpo no pienso en la caída. Es la caída más desgarradora, pero a su vez más dulce y enajenante que jamás me ha poseído.
Inês dos Praceres Gomes no dijo nada. Pero el escalofrío al escuchar a su amiga tenía el aire de una invocación que solamente los íncubos, ni siquiera los hombres habituales, pueden advertir.