(August Sander)
En mayo de 1934 la casa del bibliófilo Hans Joachim Würth fue asaltada por energúmenos uniformados. Würth no era judío, tampoco comunista, ni siquiera un librepensador declarado y confeso. No se le conocía actividad pública alguna que le comprometiera. Toda su capacidad de expresión personal había sido reducida y modesta. La asistencia puntual a la junta de propietarios municipal y la participación alterna a una tertulia en el café El ciervo verde. En la junta se limitaba a votar conforme a las razones de la mayoría en cuestiones de interés meramente organizativo y doméstico. En la tertulia era parco en palabras, preciso en sus aseveraciones y exacto en la recomendaciones acerca de lecturas. A las opiniones más polémicas él respondía con citas de autores clásicos. Al enfrentamiento entre tertulianos reaccionaba canturreando el pasaje de La cabalgata de las Valquirias. A la pretensión de alguno de los presentes de leer un artículo de la prensa oficial o bien un opúsculo clandestino Würth se echaba hacia atrás en el rincón donde estaba colgado el perchero y abría con disimulo una separata sobre el libro de Job en versión luterana.
La casa del bibliófilo parecía más que una biblioteca personal un centro de acogida de libros huérfanos. Tomos provectos y jóvenes, polvorientos o bien oliendo todavía a tinta reciente, con tipografías al uso o conteniendo caracteres de alfabetos misteriosos. Interpretaciones históricas que ahora se negaban, novelas que apenas habían posado en los escaparates de las librerías, pensamiento político y filosófico que no estaban bien vistos, incluso volúmenes ilustrados sobre el arte maldito hallaban una tierra de promisión en espera de mejores tiempos en la casa de Würth. El vicio o, mejor dicho, la virtud del hombre consistía en recoger libros tirados en cualquier parte, salvados de las piras o entregados voluntariamente por amigos que se sentían inseguros. Nunca imaginó que semejante generosidad pudiera ponerle en aprietos.
De dónde partió la información perniciosa por la que allanaron el domicilio del buen samaritano no se supo. Hans Joachim no era un hombre que se granjeara enemigos ni competía con nadie ni se traía entre manos negocios turbios que algún desagradecido aprovechara para ajustar cuentas. Una vieja novia despechada de juventud pillaba muy lejos. Los fieles del nuevo régimen no contaban con su apoyo pero tampoco les daba motivos para señalarlo. Hacía muchos años que había abandonado las clases lectivas como para que algún estudiante suspendido se tomara la revancha. No tenía ni deudores ni acreedores, así que la venganza por esta causa quedaba descartada. Tal vez el miedo o la tortura de uno de los perseguidos que le hubiera entregado parte de sus fondos para no ser destruidos podría haberle delatado. Partiera de donde partiera el chivatazo, los uniformados que irrumpieron en casa de Würth se llevaron un chasco.
Aquel día infausto los anaqueles de la vivienda del anciano apenas mostraban sino obras totalmente libres de sospecha. Autores reconocidos de la más acendrada idiosincrasia y del pensamiento ortodoxo, libros de historia y de eugenesia considerados sostén de las teorías advenedizas, tomos de mecánica y física obsoletos y algunos catálogos y composiciones musicales sobre la larga y rica tradición germánica. A la sección de asaltantes lo que hubiera allí les daba igual. Oían la palabra libro y les rechinaban los oídos. Veían una estantería repleta y se disponían a prender la hoguera. Olían el papel rancio y ácido de los volúmenes y se les alteraba el carácter. Pero sólo el jefe decidía. El jefe era un antiguo estudiante, entrado en años, frustrado en la carrera y que no había llegado a nada, pero que presumía de decidir sobre el sentido de la cultura. Pontificaba sobre el bien y el mal de lo que estaba escrito, daba el visto bueno a los contenidos morales apropiados o vía libre para destruir lo infame. Decidía, en fin, sobre el destino de la huella cultural de la historia, que él y los suyos consideraban propiedad y destino.
¿Dónde están todos esos libros que nos han dicho que recoges?, preguntó el líder del grupo de asalto a Würth. Todo lo que tengo está delante de vuestros ojos, respondió prudente y tranquilo el anciano. ¿Para qué iba a querer más? A un pitido del jefe los secuaces se desplegaron por la casa, abrieron puertas, corrieron muebles, desvencijaron armarios, subieron a las buhardillas. No encontraron nada oculto. Sabemos que no tienes más propiedades, dijo ufano el jefe, pero si aquí no están todos los libros que andas rescatando, ¿qué haces con ellos? ¿Dónde los escondes? O peor aún, ¿a quién se los has pasado? Pero Hans Joachim no se dejó amedrentar. Quien os haya ido con el cuento, respondió al energúmeno culto, miente. Todo lo que pude ya lo leí hace años y olvidado lo tengo. Aunque me dieran ahora un libro de esos que decís que van contra nuestra cultura y nuestro sistema, sentiría tales arcadas al rozar sus lomos que no podría ni abrirlo.
El jefe se sintió burlado, no se sabe si más por las informaciones dudosas que le habían conducido al desliz o por las respuestas del viejo, de quien se conocía de toda la vida su disposición lectora y sabia. Respecto a cómo se las ingenió Würth para ocultar aquel asilo de libros salvados de la destrucción es algo para lo que hoy, muchos años después de terminar el desastre, no se ha hallado explicación.
De dónde partió la información perniciosa por la que allanaron el domicilio del buen samaritano no se supo. Hans Joachim no era un hombre que se granjeara enemigos ni competía con nadie ni se traía entre manos negocios turbios que algún desagradecido aprovechara para ajustar cuentas. Una vieja novia despechada de juventud pillaba muy lejos. Los fieles del nuevo régimen no contaban con su apoyo pero tampoco les daba motivos para señalarlo. Hacía muchos años que había abandonado las clases lectivas como para que algún estudiante suspendido se tomara la revancha. No tenía ni deudores ni acreedores, así que la venganza por esta causa quedaba descartada. Tal vez el miedo o la tortura de uno de los perseguidos que le hubiera entregado parte de sus fondos para no ser destruidos podría haberle delatado. Partiera de donde partiera el chivatazo, los uniformados que irrumpieron en casa de Würth se llevaron un chasco.
Aquel día infausto los anaqueles de la vivienda del anciano apenas mostraban sino obras totalmente libres de sospecha. Autores reconocidos de la más acendrada idiosincrasia y del pensamiento ortodoxo, libros de historia y de eugenesia considerados sostén de las teorías advenedizas, tomos de mecánica y física obsoletos y algunos catálogos y composiciones musicales sobre la larga y rica tradición germánica. A la sección de asaltantes lo que hubiera allí les daba igual. Oían la palabra libro y les rechinaban los oídos. Veían una estantería repleta y se disponían a prender la hoguera. Olían el papel rancio y ácido de los volúmenes y se les alteraba el carácter. Pero sólo el jefe decidía. El jefe era un antiguo estudiante, entrado en años, frustrado en la carrera y que no había llegado a nada, pero que presumía de decidir sobre el sentido de la cultura. Pontificaba sobre el bien y el mal de lo que estaba escrito, daba el visto bueno a los contenidos morales apropiados o vía libre para destruir lo infame. Decidía, en fin, sobre el destino de la huella cultural de la historia, que él y los suyos consideraban propiedad y destino.
¿Dónde están todos esos libros que nos han dicho que recoges?, preguntó el líder del grupo de asalto a Würth. Todo lo que tengo está delante de vuestros ojos, respondió prudente y tranquilo el anciano. ¿Para qué iba a querer más? A un pitido del jefe los secuaces se desplegaron por la casa, abrieron puertas, corrieron muebles, desvencijaron armarios, subieron a las buhardillas. No encontraron nada oculto. Sabemos que no tienes más propiedades, dijo ufano el jefe, pero si aquí no están todos los libros que andas rescatando, ¿qué haces con ellos? ¿Dónde los escondes? O peor aún, ¿a quién se los has pasado? Pero Hans Joachim no se dejó amedrentar. Quien os haya ido con el cuento, respondió al energúmeno culto, miente. Todo lo que pude ya lo leí hace años y olvidado lo tengo. Aunque me dieran ahora un libro de esos que decís que van contra nuestra cultura y nuestro sistema, sentiría tales arcadas al rozar sus lomos que no podría ni abrirlo.
El jefe se sintió burlado, no se sabe si más por las informaciones dudosas que le habían conducido al desliz o por las respuestas del viejo, de quien se conocía de toda la vida su disposición lectora y sabia. Respecto a cómo se las ingenió Würth para ocultar aquel asilo de libros salvados de la destrucción es algo para lo que hoy, muchos años después de terminar el desastre, no se ha hallado explicación.
Imagino que en muchas dictaduras hubo muchos grandes o pequeños samaritanos como él.
ResponderEliminarBuen homenaje al tesoro de las palabras.
Besos!
Samaritanos que pagaron un alto precio por su generosidad o su fetichismo con los libros y la libertad de pensamiento. Gracias.
EliminarAlgunos hombres se alzan para arrasar y otros para preservar.
ResponderEliminarImagina lo que (no) tendrán los primeros en su supuesto cerebro y lo que se jugarán los segundos si chocan con los primeros.
EliminarLos primeros tienen una misión creativa, ingente y urgente, por satisfacer, y gran parte de ese placer se basa en la consecución y la destrucción. Los segundos saben que la satisfacción no se consigue a cualquier precio.
EliminarYo no llamaría misión creativa la de los primeros, sería concederles el beneficio de algo excelso, moralmente hablando, y la historia ya mostró que son deleznables.
EliminarLa propia esencia de las palabras repele algunas miradas.
ResponderEliminarUn abrazo de luz ✴
Si repele también la acción destructiva de las bestias ya es un triunfo.
EliminarUna història ben curiosa i tot un misteri, ja que segurament en algun lloc hi havia guardats els llibres prohibits per aquell règim que només els volia per fer fogueres...
ResponderEliminarEs molt estrany que acabada la guerra no se n'hagi sabut res!
Bona setmana.
Hay muchos misterios que el fin de las guerras no han resuelto, porque sus secretos desaparecieron con la vida de quienes los guardaban.
EliminarDetrás de quienes odian, sean libros o colores, hay una montaña de resentimiento azuzada por la cobardía de no haber sabido vencido el mal que se sufrió en otro tiempo.
ResponderEliminarEs mi interpretación. No conozco a nadie alegre y generoso que se complazca en pensar mal o en destruir al otro.
Los males arrastrados, no afrontados y no resueltos con autocrítica y conocimiento de causa se siguen lastrando y pesan sobre presentes y futuros. No hace falta poner ejemplos. Yo tampoco conozco a los generosos ¡y he conocido unos cuantos para mi fortuna! capaces de alegrarse del mal ajeno y menos de causarlo.
EliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
EliminarEntendido.
EliminarNos dejas con el misterio de los libros rescatados, libres para imaginar lo que mejor nos parezca. Yo creo que los libros se guardaron solos en otro lugar, sabían que eran peligrosos, (los libros complicados lo saben), y quisieron quitarse de en medio. También estoy segura de que Hans Joachim Würth sabía donde estaban, porque ellos se lo habían dicho.
ResponderEliminarOtro estupendo relato, escribiendo tienes un estilo pulcro y muy elegante.
Un saludo.
A veces conviene mantener el arcano de las acciones que corrieron riesgo para bien de la cultura y de los hombres. Sigue habiendo descendientes de los energúmenos y nuevos bárbaros que odian el conocimiento y su difusión, y sobre todo el placer de la lectura. Gracias por tus consideraciones bondadosas.
EliminarLos libros se perpetuan en la lectura
ResponderEliminarTal cual. En tiempos antiguos los relatos eran orales y se transmitían, luego se aprendían de memoria y luego se añadían y embellecían en su argumento. La lectura, que es un ejercicio complejo donde entra en juego nuestro acervo personal, la receptividad hacia lo nuevo y el sano esfuerzo de imaginar, enriquece neuronas y saberes de cada lector.
EliminarQuina sort que no els trobessin! Tampoc la teva història deixa endevinar on eren amagats.
ResponderEliminar¿Y si el lugar físico del escondite fuera la mente del bueno de Hans J?
EliminarMaldita gente... al principio he pensado un poco en 'La naranja mecánica'. Me alegro mucho de que la historia no terminase con una paliza mortal, que era lo que me estaba temiendo.
ResponderEliminarLa naranja mecánica es suave al lado de lo que los energúmenos de la historia han cometido en cada tiempo y lugar. Desde luego podía haber habido final infeliz, en la vida real ha habido desgracias finales. Muchas veces pienso en Bruno Schulz, el pintor y escritor judío polaco, protegido por un oficial nazi y asesinado por otro oficial nazi que tenía rencillas personales con el primero. Busca en internet y te recomiendo sus escritos, no te cuento sus dibujos.
Eliminarhttp://www.letraslibres.com/revista/entrevista/bruno-schulz
https://es.wikipedia.org/wiki/Bruno_Schulz
Un encantamiento, seguro que uno de los muchos libros rescatados por Würth le facilitó las palabras mágicas para hacerlos invisibles a los ojos de los energúmenos...nada ciega tanto como el odio...creo que estos iban ciegos total!
ResponderEliminarMuy buen relato, muchísimas gracias!
Pues mira, acaso cada libro tenía su clave particular mágica, no lo había pensado. Nada ciega tanto como el odio, ciertamente, aunque hay más causas de ceguera: la falta de esfuerzo por conocer es una causa muy grave de ceguera que nos puede esperar si no prevenimos, ¿no crees? Gracias, María.
EliminarLibro, edad provecta, experiencia: parece una combinación cuyo resultante suele devenir en sabiduría, incluso cierta sana picardía al contar con la colaboración de determinado tipo de necedades.
ResponderEliminarCombinación que no siempre confluye en sabiduría en muchos hombres y mujeres de edad provecta. Una mayor reflexión, sí. Pero no hay verdadera sabiduría si no hay claridad de las experiencias vividas y conclusiones prácticas que puedan transmitirse a jóvenes generaciones.
EliminarHoy toda esa biblioteca cabria en un disco duro de un tera. Incluso a los que todavía nos gusta el tacto de la página al pasar la historia, debemos reconocer que hoy ya seríaa imposible, cuando no idiota, atizar el fuego en el que arden los libros.
ResponderEliminarCosas veredes, amigo. Quien desee atizar el fuego contra la libertad de pensar y decir sabe buscar la manera. Mira en China y en países de órbita islámica (probablemente en más) cómo coartan la herramienta internet.
EliminarExcelente relato, aunque me complace que el final que esperaba no haya sido tan trágico. El bueno de Würth no se percató de que cuando cultura y política no se llevan bien, puede haber problemas con la biblioteca, no olvidemos que cuando hay sed de mal, cualquier obra trae riesgos.
ResponderEliminarHay cierta cultura y cierta política que no se llevan bien y otras que tienen idilios sospechosos. Pero bien dices, esa sed de mal que nace del huevo de la serpiente...
EliminarSi llegado el momento, cualquier cosa que no digas puede usarse en tu contra. Si cualquier cosa que no hayas hecho puede llevarte a prisión o a la picota ¿Tiene sentido permanecer cautivo del miedo en el sabio decir o en el buen hacer?
ResponderEliminarLa reacción o pasividad ante el miedo es algo que decide cada individuo y yo no me atrevería a definirlo con carácter general para nadie. Supongo que hay que verse en la tesitura, ¿no? Gracias por parar y opimar, Anacanta.
Eliminar