Dos humanos se encuentran en la noche de los tiempos frente a frente. Cada uno con su caracterización, cada cual con su ferocidad. La primera sirve para potenciar a la otra si acaso no es suficiente el despliegue de su naturaleza.
Desde las máscaras, también desde sus sonidos profundos y secos, se miran y se escrutan. Los colores pronuncian la fiereza de la musculatura del rostro. El momento es tenso, difícil de controlar. Están al borde de una presa cercada. No se sabe quién logrará abatirla, o si va a salir indemne de la situación por sí misma. El afán de los dos hombres por conseguirla se justifica en la necesidad de supervivencia. Pero la pieza se ve impulsada por sus propias leyes biológicas y se lo va a poner difícil. No lo tiene imposible. Por instinto sabe que los dos hombres no están de acuerdo, que van a competir entre sí. Ahí, el animal acorralado, jugará una baza despierta. Confiará en el instante oportuno y en su agilidad.
A los hombres no solo les incentiva la posesión inmediata como tal de la presa, sino también quién de los dos va a llevarse el trofeo y con él la fama. Esto último les estimula tanto o más que la caza, pues el que logre el objetivo será reconocido al volver a casa. Ser reconocido no es un mero ejercicio de gratitud por parte de la tribu. En ella será más influyente. Los hombres se tantean en la distancia. El triángulo con la fiera es desigual. El cálculo de posibilidades no garantiza un triunfador claro. ¿Son más potentes las armas humanas que las defensas del animal acorralado? ¿Se impondrá la táctica pensada de los hijos del clan a la reacción instintiva, pero bien dotada, de la presa?
El triángulo se torna circular, nunca la geometría fue tan móvil y cambiante como en su aplicación efectiva. El impulso humano es dual. Cada individuo no se las ve solo con una presa sino con dos. A una hay que domeñarla hasta el exterminio para alimentarse y proveerse con sus derivados. A la otra, competidora neta, hay que doblegarla. Hacer que hunda sus rodillas en el fracaso tal vez acarree también la muerte. Y siempre el desaire de los suyos. Algunos de los propios ya han pasado antes por ello y en lugar de ignorar al cazador cuando pierde partida y vida prefieren convertir a su hermano en una víctima del esfuerzo y el interés por el clan. La palabra héroe no se ha inventado, pero la leve idea flota en el ambiente. Es más práctico para la corriente tribal disponer de muertos exaltados que despreciados.
¿Cuánto durará el acecho a tres bandas? No parece que exista el tiempo, pero éste ha sido un elemento decisivo desde el principio de las vidas. Puede llegar una tormenta, o simplemente la noche. Pueden aproximarse nuevos competidores o tal vez otros animales que hagan causa común con el que se apartó de la manada. Tomar una decisión sitúa a hombres y animal en el mismo plano, incierto, inseguro. Todo va a depender de un reflejo. Los hombres tienen claros sus pertrechos, aunque desconocen quién es más capaz para utilizarlos. La bestia, recluida en su propia constitución, resistente y no menos poderosa, sigue confiando en la división de los cazadores. El cerco se prolonga. Los hombres empiezan a cansarse del tanteo agotador. La duda prende en sus cada vez más aparentes muestras de ensañamiento. ¿Es real la violencia que pregonan entre ellos o empieza a ser un baile ritual del que nunca contarán la verdad cuando retornen perdedores?
El animal se crece a medida que los aguerridos humanos suavizan sus muestras de agitación. Quiere abrir un hueco por donde escapar. El instinto le dice que puede ir contra uno de los cazadores, pero no le aclara si el otro va a a provechar la ocasión y acabar con él. Sin bajar las armas, los hombres profundizan sus miradas, realizan gestos diferentes con sus manos. Ofreciéndose. Un tú a tú de propuestas veladas. Tras sus mejillas pintarrajeadas, se lanzan a un entendimiento emitido y captado a la vez. Es como si ambos dijeran: primero la pieza, la posibilidad es única. Es como si dialogaran: el animal es grande, nos lo podemos repartir. No quieren rebajar el tono de sus maniobras. Mantienen su exageración agresiva, que el animal no perciba un cambio de actitud. De pronto, los dos hombres colaboran y el acuerdo rompe el ritmo refrenado que hasta ese momento tenía la caza. La presa se desplaza hacia atrás, los hombres se le aproximan. Por un instante se produce un equilibrio perfecto en que no se distinguen los géneros. ¿Prevalece el instinto o la inteligencia? Con sus bufidos el animal hace retroceder a los cazadores. Con la exhibición de sus armas los cazadores condicionan a la bestia. Gritos hoscos y golpes secos con los pies de unos se mezclan con el desasosiego furibundo del cuerpo de la fiera. Ella está a punto de jugarse el todo a una carta y saltar sobre sus contendientes. Ellos se debaten entre la claridad del objetivo y la obnubilación que les causa su sangre ardorosa.
En ese momento el tiempo se para.
Conflicto de intereses y vanidades. Muy logrado.
ResponderEliminarUn saludo.
Desde antiguo, y aún persiste.
EliminarCasi como salir a ligar, a cazar, y tan complicado como repartirse los derivados de la belleza entre dos oponentes. Tal vez al final gane la presa y tres no signifique multitud.
ResponderEliminar¿Insinúas que ligar es perseguir la pieza? Hum, eso no suena a muy políticamente correcto, ten cuidado con o tempora o mores.
EliminarInsinúo que la pieza ama la cacería y nunca he visto a un cazador que no salga a disparar aunque apunte con su romanticismo.
EliminarEra irónico mi comment, pero el juego del cortejo, con mayor o menor intensidad tiene caminos sinuosos. Aunque hay cazadores que deberían abandonar la persecución antes de ser ridículos.
EliminarLa perpetua lucha entre el instinto y la inteligencia; la segunda evalúa el coste beneficio de la acción y así atempera el instinto.
ResponderEliminarSolo que no concedo menor o despreciativo grado de inteligencia al instinto, es...otra cosa.
EliminarLa historia de los cazadores se ha complicado mucho. Basta observar lo que pasa en el mundo y cada vez con mayor acritud.
ResponderEliminarPues así es, muy complejo y diversificado el tema de los cazadores y de las presas.
EliminarInteresante despliegue de detalles y sensaciones. Buen final no finalizado.
ResponderEliminarMiles de besos.
Espero que no lo sea aún, de momento, no.
EliminarMe ha mantenido en tensión hasta el final. Creo que en un momento así, el instinto puede anular a la inteligencia, sobre todo cuando hay mucho que perder o ganar, uno puede cegarse. No olvidemos que podríamos compararlo con el ruedo, los protagonistas son dos, hay que permitirles que se midan de igual a igual, pero nunca se sabe quien clavará a quien.
ResponderEliminarComo todos tus textos, de mucho nivel.
Loli, a ver si retomo los textos, pues el verano es un período que altera muchos comportamientos y prácticas saludables, como ésta de escribir, así que pido disculpas a cuantos pasan por aquí por haber interrumpido el hilo de estos caprichos de letras. Lo que planteas es muy interesante, la lucha instinto/mente racional es algo presente en todos y cada uno de los humanos, pero siempre me queda la duda si algunos saltos de avance no habrán sido proporcionados más por el instinto que por la racionalidad, aunque prefiero ver ambas características más como complementarias que como opuestas.
EliminarGracias por hacerme pensar.
Y sin embargo, es el tiempo quien no descansa. Ni un segundo. Salvo si mueres y se detiene el tuyo. Salvo si lo duermes y apareces en otra mañana.
ResponderEliminarUn saludo
Ay, el tiempo, una convención humana porque el destino del universo es fluir, morir y transformarse, deshacerse y componer, nosotros un apartado más, especial sí, porque somos nosotros quienes lo pensamos y materializamos a nuestra manera, mientras el devenir sigue su curso más allá de los humanos, obviamente. Ahora bien, ¿llamamos tiempo a nuestros límites? Ahí stán. Gracias, Anacanta, por hacer reflexionar.
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